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Logos / Año L / Número 139 / jul-dic 2022 / pp. 31-47
31
Participación política y emociones
Political participation and emotions
Alejandro Roberto Alba Meraz
Facultad de Filosofía y Letras, unam
orcid: 0000-0001-7441-9697
Resumen
La idea de participación política ha sido planteada en la filosofía y en la teoría
política como una forma de acción racional orientada por procesos institucio-
nales y motivada por intereses; sin embargo, para ocupar un lugar como expre-
sión de la voluntad pública necesita de su formalización. Se espera que la parti-
cipación, aunque motivada por contenidos personales trascienda a convertirse
en un producto racional del interés general. Las emociones en este proceso,
aunque importantes por ser consideradas disparadores de la participación, al
pasar al proceso político tienden a ser suprimidas. Aquí argumentamos que
resulta difícil aceptar esa transformación; las emociones, aún con su carácter
disruptivo, están presentes en todo el proceso político. Resulta necesario, pues,
revalorar el rol de las emociones en el ámbito de la participación política; co-
nocer sus mecanismos de surgimiento, respuesta y adaptación al proceso de
racionalización, y su impacto en la constitución de la actividad política.
Abstract
The idea of political participation has been raised in philosophy and politi-
cal theory as a form of rational action guided by institutional processes and
motivated by interests, however, to occupy a place as an expression of public
will, it needs to be formalized. Participation, although motivated by personal
content, is expected to become a rational product of general interest. Emotions
in this process, although relevant since they are considered triggers for par-
ticipation, are suppressed once the political process is done. Here we contest
this transformation as something difficult to come to terms with. Emotions,
despite their disruptive nature, are present throughout the political process. It
is necessary, therefore, to reassess the role of emotions in the field of political
participation, to know their mechanisms of appearance, response and adap-
tation to the rationalization process and their impact on the constitution of
politics.
Palabras clave
Emociones, participación, política, racionalidad, ciudadano
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Participación política y emociones / Alejandro Roberto Alba Meraz
Keywords
Emotions, participation, politics, rationality, citizenship
Fecha de recepción: enero 2022
Fecha de aceptación: abril 2022
El ciudadano, un agente sin emociones
La Declaración Universal de los Derechos Humanos de la onu, de 1948, y las
tendencias del constitucionalismo democrático elaboradas a lo largo del siglo
xx sirvieron para consolidar el ideal del ciudadano. T. H. Marshall (1965) for-
muló una de las más conocidas caracterizaciones, según la cual el ciudadano es
un sujeto poseedor de derechos. Desde su aparición, dicha caracterización pro-
picia que la participación se interprete como un derecho legal y legítimo que le
permite a quien lo posee intervenir en los asuntos públicos. Sin embargo, para
Janoski y Gran (2002) la participación es interacción con las instituciones a
través del ejercicio de derechos económicos, sociales o culturales; sin embargo,
la participación política está reservada a los ciudadanos activos, es decir, aque-
llos que gozan de plenos derechos.
La diferencia entre ciudadano activo y pasivo proviene de que se cumplan
algunas condiciones. Al ciudadano activo se le reconoce con plenos derechos, lo
cual incluye el derecho a la participación política. El ciudadano pasivo no tiene
esa prerrogativa. El ciudadano activo también debe satisfacer la exigencia de
competencia cognitiva, es decir, comprender el sistema de leyes, el funciona-
miento de las instituciones y los procesos de interacción con el gobierno; ade-
más, debe ser moralmente competente o dicho de otra manera, participar en
función del bien colectivo (Enslin, 2010; Ferrajoli, 1998).
La idea es que el ciudadano, al participar, no solamente puede hacer uso
de su derecho, sino que cuenta con capacidad de agencia para realizarlo. Esto
es importante si se tiene en cuenta que la participación política es la forma a
través de la cual los ciudadanos ejercen presión hacia las élites de gobierno,
buscando competir con ellas para influir en la orientación de los fines públicos
(Welzel e Inglehart, 2008).
Dentro de la tradición contemporánea, la participación del ciudadano ha
sido considerada como un procedimiento formal para defender libertades y de-
rechos, privilegiando ideales políticos de justicia y pertenencia (Sandel, 2020;
Gunsteren, 1998; Rawls, 1985; Rosanvallon, 1999).
En sociedades orientadas al logro de libertades, la idea consiste en lo si-
guiente: los integrantes de la comunidad política tendrán la motivación para
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participar como agentes libres y racionales, capaces de elegir y adoptar deci-
siones sobre la base de su propio interés, descubriendo sus preferencias y valo-
rando las consecuencias de sus acciones, así como el impacto de sus decisiones
en los otros y en ellos mismos (Gunsteren, 1994).
Para cumplir con su objetivo, el ciudadano necesita, además del compo-
nente cognitivo, capacidad y medios para posibilitar la universalización de las
distintas orientaciones del bienestar general. Para cumplir esas funciones, el
poder político, particularmente a lo largo del siglo xx, otorgó tranquilidad a los
ciudadanos al facilitar espacios y una temporalidad definida para su realiza-
ción a través de la intervención de los partidos y los procesos parlamentarios
(Lefort, 1988, p. 172).
Emoción y decisión
Históricamente, se considera que, a partir de la Revolución francesa (Rosanva-
llon, 1999), la fuente generadora de certeza para la participación es el Estado,
el cual debe proveer los insumos y condiciones para consumar aquel acto y sus
efectos. En las sociedades democráticas contemporáneas, las instituciones es-
tán obligadas a proveer reglas abiertas de acceso al poder, y estas se convierten
en la motivación para volver al ciudadano un agente activo (Knight y Harnish,
2006). El aprecio por la democracia reside en su capacidad de extender sus
formas de procesar los conflictos de intereses más allá del dominio político,
aunque sin llegar a confundirlos. En este sentido, el poder siempre en disputa
encuentra su cauce en los procedimientos públicos. “Una forma democrática
del sistema político de participación requiere igualmente una cultura política
coordinada con ella” (Almond y Verba, 1963, p. 172).
Las sociedades democráticas requieren que la actividad política entre en
contacto con la actividad coordinada de la sociedad, como acción moldeada,
pero no se fusionan. En cambio, las sociedades no democráticas mantienen una
continuidad entre el poder y la vida social que no cambia (Kantorowicz, 2012).
En este sentido, la participación en una sociedad no democrática es entendida
como un privilegio. Por supuesto que una circunstancia como la anterior, en
donde el poder está formalizado por procedimientos ajenos al linaje, abierto a
todo ciudadano, la participación expresa mayor incertidumbre y volatilidad
(Almond, 2001; Almond, Flanagan y Mundt, 1973). Cuando la participación se
vuelve un acto orientado al control del destino, el deseo individual de aspira-
ción puede convertirse en un fuerte disruptor del orden (Lechner, 2013).
La acción de participar conjunta el componente cognitivo del sujeto, así
como sus deseos, necesidades, creencias, etcétera; el conocimiento de los me-
dios-fines, el qué y el cómo hacer para cumplir su objetivo. Dicho lo anterior,
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Participación política y emociones / Alejandro Roberto Alba Meraz
la participación en democracia necesita quedar sujeta a la dinámica de instru-
mentalización de la política, convertirse en “una actividad institucionalizada
con límites relativamente nítidos” (Lechner, 2013, p. 213) encauzada a la toma
de decisiones.
Así, el ciudadano debe ser autoconsistente con sus intereses, con capacidad
para defender o modificar sus elecciones siguiendo pautas de cálculo; es decir,
debe actuar como un agente en dominio de sus afectos y crítico de sus inten-
ciones (Cortina, 2009, 1999). Esta concepción le otorga relevancia al compor-
tamiento político centrado en el comportamiento calculado. El anterior rasgo,
pese a tener mayor influencia entre los estudiosos fue duramente criticado a
lo largo de las últimas décadas del siglo xx. Distintas aproximaciones han ex-
presado un claro escepticismo a la idea hegemónica de la participación en de-
mocracia como el acto de decisión de un sujeto individual racional. En cambio,
proponen entender dicha racionalidad más como un proceso de interacción
distribuida de voluntades. Al respecto Landemore (2017) sugiere entender que
la democracia, más que como un conjunto de procedimientos reglados, funcio-
na como un proceso de interacción colectiva en construcción, en donde el pro-
cedimiento no tendría que suprimir los sentimientos de los votantes. Por otro
lado, también se plantea la necesidad de modificar la perspectiva procedimen-
tal (Sandel, 2020), dándole un lugar de mayor peso al componente emocional
que es el que favorece la construcción de los juicios y en particular el del juicio
político (Gilbert, 2004; Ben-Ze’ev, 2009, 2000).
Sin embargo, fueron los neurocientíficos Jaak Panksepp (1998) y Antonio
Damasio (2010, 2005) quienes a través de estudios sobre los mecanismos neu-
ronales de las emociones encontraron que los sistemas motivacionales que
permiten la ejecución de los actos humanos van acompañados de emociones,
por lo cual, intentar suprimirlas equivaldría a eliminar nuestra manera de en-
tender cómo elegimos y decidimos. Es posible comprender las aportaciones de
estos autores en relación con el tema de la participación al recurrir a la etiolo-
gía de las emociones y a su relación con las filosofías morales, particularmente
las de Spinoza y Hume.
La emoción no parece contar con la mejor publicidad para algunos cientí-
ficos y filósofos, tampoco suele considerarse candidata óptima para explicar
la acción política. Lo más común es depositar el peso de la elección y la deci-
sión en la dimensión racional (Welzel e Inglehart, 2008). Por lo anterior, tanto
Panksepp como Damasio han insistido en sus investigaciones en cómo las emo-
ciones, antes que ser resabios incómodos de nuestra naturaleza animal, tienen
un inmenso potencial explicativo para comprender cómo y por qué actuamos
y elegimos (Panksepp, 1998). En este sentido, las emociones merecen la opor-
tunidad de ser tratadas de otra manera; en principio, distinguirlas de los sen-
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timientos y estados emocionales (Panksepp, 1998; Damasio, 2005). Para Dama-
sio, las emociones no son simples mecanismos de respuesta arbitraria, actúan
como “programas de acción razonablemente complejos […], detonados por un
objeto identificable o un evento, un estímulo emocionalmente competente”
(Damasio, 2010, p. 131). Una emoción tiene un rol fundamental en la vida de
las personas porque define “la regulación de los procesos vitales básicos” (Da-
masio, 2005), que entran en comunicación con las áreas de decisión racional.
Así pues, puede afirmarse que la emoción es la conexión entre mente y cuerpo.
La activación de una emoción siempre pone en contacto el mundo externo
y el mundo interno. Según Damasio —en coincidencia con lo que Hume ya ha-
bía planteado—, el efecto producido por el contacto con el entorno genera im-
presiones que activan nuevas ideas que están asociadas a nuestras experien-
cias, las que, al interactuar con nuevas experiencias, se irán enriqueciendo. En
este sentido, dice Hume: “Las ideas producen imágenes de sí mismas en nuevas
ideas” (1984, p. 87). Los estímulos provenientes del exterior activan los patro-
nes de respuesta que generan, ordenan y asocian entramados de conexión que
multiplican nuestras ideas. De aquellas experiencias derivan lo que llamamos
sentimientos, que no son sino la conceptualización de nuestras experiencias e
impresiones. Por otra parte, nuestras respuestas emocionales entran en con-
tacto con la dotación de referencias culturales provistas por nuestro entorno
social. En este contexto, a la expresión cultura cabe darle un significado amplio,
pues abarca el conjunto de “fuerzas aprendidas” que nos ayudan a responder
de ciertas maneras a los distintos estímulos del mundo externo, por ejemplo,
huir, defendernos o sentir vergüenza, todo aquello que forma la idiosincrasia
de una comunidad. Esto, por supuesto, no se hereda genéticamente, pero sí
se transmite a través de patrones o maneras de ser y responder al ambiente
(Asma y Gabriel, 2019). Con lo dicho se quiere acentuar la fuerte presencia de
las raíces afectivas en la vida de las sociedades. Al respecto, Asma y Gabriel
señalan:
Cultural learning alone is able to canalize deep resources, even modifying brain
structures in reliable ways. If we think of evolution as a mosaic of development
systems, then we see that populations (eg. early humans, but also nonhuman pri-
mates) have recurring stable resources, some of which are genetic, some phenoty-
pic, and some environmental. Adaptative behaviors can be drawn from the cultural
well too. We do not need commit to the increasingly outmoded dichotomic of genes
versus environment (2019, p.92)
Las emociones, bajo esta aproximación, dejan de ser meros episodios fisio-
lógicos que necesitan ser controlados por el látigo de la razón y se convierten
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Participación política y emociones / Alejandro Roberto Alba Meraz
en un complejo sistema de respuesta que interactúa con nuestra capacidad de
idear respuestas y traducirlas en razonamiento; aparecen, inicialmente, como
una condición de sobrevivencia, con el fin de garantizar el bienestar y esta-
blecer un equilibrio homeostático, para luego generar cadenas de representa-
ciones con múltiples variaciones. Considérese aquí el planteamiento tanto de
Panksepp como de Damasio. La forma que tienen las impresiones, al entrar en
contacto con nuestra mente, es la de imágenes y esquemas que ayudan a crear
patrones que inducen nuestras respuestas; pero que, sin embargo, pueden ac-
tualizarse e incluso admiten variaciones. De ahí se sigue que tales esquemas,
más que marcadores definitorios del comportamiento, se convierten en méto-
dos para guiar a la voluntad, en los que las diferencias entre individuos tienen
una participación relevante.
Podemos encontrar un ejemplo de tales patrones en la curiosidad del ser
humano en la que se pone en ejercicio la acción reflexiva, necesaria para la
elección y la toma de decisiones. La curiosidad se ha enfocado, preferentemen-
te, desde su perspectiva epistémica; una forma de respuesta para enfrentar
retos en los que se activa una respuesta instintiva que rápidamente es ocupada
por los componentes racionales, dotándola de rasgos cognitivos. Sin embargo,
en la curiosidad no actúan solos los elementos racionales, siempre van acom-
pañados de una variante afectiva. El funcionamiento aquí es el siguiente: el patrón
inicia con la estimulación de los mecanismos de sensibilización y la activación
del sistema de energía anticipatoria, basado en la segregación de dopamina
producida por los dispositivos de equilibrio homeostático básicos. De este re-
sultado se obtienen estímulos que requieren de intensas respuestas de senti-
mientos afectivos que estimulan la atención y llevan a cabo la producción de
sinapsis que subyacen al acto de curiosidad.
Ahora bien, a partir del hilo argumental y sin caer en la fascinación del
determinismo biológico, podemos hacer un traslado de nuestro esquema ex-
plicativo hacia el contexto social. Es posible reconocer estímulos externos que
provocan la activación de la emoción hacia un sistema de respuesta que per-
mite variaciones para enriquecer su desarrollo. Por ejemplo, una comunidad
de individuos oprimidos por un gobernante tirano experimenta emociones de
miedo constantemente, ello hace que responda a la violencia con temor y de
ello se derivan conductas de sumisión que posteriormente se convierten en un
patrón. Esto se constata en diferentes capítulos de la historia; sin embargo, la
repetición de dicha respuesta no se convierte en un condicionamiento deter-
minante. Las comunidades pueden sobreponerse al miedo eligiendo responder
con la rebeldía frente al tirano. El conjunto de sistemas biológicos de respuesta
del ser humano produce determinadas respuestas a las emociones experimen-
tadas. Sin embargo, estas últimas pueden variar.
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Las emociones, como parte integral de la naturaleza humana, permiten lo-
grar ciertos propósitos, como garantizar la existencia del organismo. Sin em-
bargo, para el ser humano mantenerse vivo no es tarea sencilla. Como lo ha
descrito Damasio desde las neurociencias, el cuadro es más complejo. Todo
inicia con “un organismo que llega a la vida diseñado con mecanismos auto-
máticos de supervivencia, a los que la educación y la aculturación agregan un
conjunto de estrategias decisorias deseables y socialmente aceptables, las que
a su vez potencian la supervivencia, mejoran notablemente su calidad y sirven
de base para la construcción de una persona” (2005, p. 149). El contar con un cere-
bro dotado de pulsiones, instintos y una capacidad para obtener conocimiento
y generar conductas sociales variadas es lo que nos dota de la posibilidad de
realizar los actos de elegir, decidir y justificar (Gilbert, 2004).
Por lo señalado arriba y al ubicarse en el plano social, se puede decir que
el razonamiento deliberativo, la acción de elegir opciones o demandar mejoras
para tener mejor calidad de vida, no es ajeno a los procesos de gestión de las
emociones, por tanto, las emociones tienen un lugar importante en la políti-
ca (Bohman y Regh, 1997). Hay razones para enfatizar que las orientaciones
motivacionales que resultan de los sistemas emocionales inconscientes son de
la mayor importancia. Sin embargo, cuando el procesamiento de información
para explicar las elecciones políticas se encuentra en juego, no basta con la
biología. Esa sería una reducción simplista (Narváez, 2008b). Será importante,
de aquí en adelante, intentar explicar las diferencias individuales en el fun-
cionamiento decisorio con base en las experiencias emocionales que influyen
en la formación de la personalidad y en el establecimiento de redes y procesos
sociales complejos, los cuales, a su vez, son inevitables y afectan la forma en
que el ciudadano participa.
Sentimientos y estados afectivos en la política
Las acciones que llevan a cabo las personas pueden ocurrir fuera del umbral de
las emociones, pero la mayoría de nuestras acciones no es así. Es el caso de las
decisiones políticas. En ellas encontramos rasgos de “conocimiento emocional”
que es intuitivo. No pasan necesariamente por el proceso artificial del razo-
namiento lógico (Ben-Ze’ev, 2009; 2000). Ya en la Grecia clásica, Aristóteles
(2000) había propuesto una caracterización del discurso humano definido por
una expresión tripartita: carácter, emoción y argumento (ethos, pathos y logos).
Así, establecía la importancia que tiene cada dimensión en la construcción de
la comunicación. Por una parte, está la actividad lógica argumentativa y su
imbricada relación con las actividades centradas en la búsqueda de la verdad;
por otra parte, la retórica dirigida al convencimiento y la persuasión. En este
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Participación política y emociones / Alejandro Roberto Alba Meraz
punto es relevante destacar que la emoción, desde la perspectiva del estagirita
y contraria a la postura platónica, no pretende ser expulsada de la repúbli-
ca, sino aprovechada como insumo valioso para alcanzar una buena vida (cfr.
Nussbaum, 2004, p. 312 y ss.).
Ya sea porque las decisiones llevan insertas motivaciones o porque las moti-
vaciones provocan actos, es fundamental empezar a entender cómo la emoción
es inseparable del acto racional. Damasio (2010) propone, siguiendo en sus fun-
damentos a Spinoza, que las emociones están basadas en tres componentes: un
estímulo exterior, una reacción física interior y un conjunto de ideas que acom-
pañan a la reacción. El sentimiento es el primer resultado derivado de la combi-
nación de tales elementos. Esta descripción reconoce la presencia de dos fases: la
primera, en la que la emoción surge en el cuerpo a partir de los estímulos externos,
la reacción entra en contacto con las ideas y genera lo que se conoce como senti-
mientos; luego hay una segunda fase, en la que el efecto del sentimien to reper-
cute en la manera de responder a la reacción y convierte ese sentimiento en
un afecto que está ligado a los sentimientos, que sucede en la mente y habrá
de generar distintos tipos de reacción a los siguientes estímulos del exterior.
Es por ello que se responde de manera específica a lo que se desconoce, por
ejemplo, miedo; o se siente atracción por lo que produce placer.
Narváez (2008a) dio un paso adelante al intentar una explicación consis-
tente, según la cual existen en el ser humano tres núcleos correlacionados en la
toma de decisiones que no son exclusivamente racionales. Narváez sugiere
la identificación de un núcleo de decisión intuitiva relacionado con el siste-
ma nervioso simpático, en donde se originan las respuestas inmediatas ante
situaciones que alteran el estado de bienestar. Un segundo núcleo está rela-
cionado con lo que se conoce como el cerebro emocional (Damasio, 2005), en el
que interviene el sistema límbico, especialmente la amígdala y el hipotálamo.
Finalmente, hay un núcleo de la imaginación, relacionado con la neo-corteza
y las estructuras del tálamo. Su importancia tiene que ver con el desarrollo
de la imaginación en el funcionamiento de la corteza pre-frontal. Los lóbulos
frontales intervienen fundamentalmente en situaciones que involucran tomar
decisiones en condiciones de ambigüedad o de libre elección, por medio de dos
herramientas poderosas: el control de los impulsos (instintos) y las intuiciones
automáticas.
En la toma de decisiones intervienen tanto la modulación de la voluntad
como la capacidad para insertar la conducta en un contexto particular de
vida, mediante las herramientas que proporciona la mente deliberativa, bá-
sicamente a través de la activación de las funciones del hemisferio izquierdo
del cerebro. Este permite interpretar la conducta propia y la de los demás den-
tro de un contexto grupal (Narváez, 2008b, pp. 95-119). Bajo este horizonte de
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comprensión, entonces, hay que aceptar que no existe suficiente evidencia que
mantenga la idea de una postura del sujeto político arraigado a la razón y que
pueda confiar su destino únicamente en su razón.
Esto se debe a que no solo el componente emocional transforma el modo de
pensar el mundo; también transforma la manera de hacer en el mundo, lo cual
implica que se ve lo que se hace bajo la luz que ofrecen las emociones: muchas
veces nos llevan a hacer-nos, es decir, admiten una reflexividad.
La idea que interesa plantear aquí es la siguiente: al contrario del esquema
racionalista de la política, que de alguna manera estaría en la base de la idea de
los ciudadanos como electores racionales, hay en ellos un ser emocional conte-
nido con fuertes implicaciones, no solamente porque de ellas depende muchas
veces la toma de decisiones, sino que —más interesante aún—, de ellas surge un
importante caudal de motivaciones que delinea el propio acto político.
Al seguir la línea argumental puede establecerse que hay una relación in-
terna entre los juicios (lógicos, éticos, estéticos, políticos) y la motivación, lo
cual pone a debate cualquier postura dicotómica, tanto las que surgen en la
ética, como las desprendidas de la filosofía de la mente. Un primer dualismo
que debe ser erradicado es el que insiste en separar la conciencia, el cogito, de
lo corpóreo y, por ende, cualquier otra experiencia. Pero, además, es necesario
insistir en un problema intrínseco a la división tradicional que deriva de lo
mental: esto es, la idea de que hay dos tipos de actitud lógica interna. Por una
parte, aquella conectada con la cognición —creencia paradigmática— que es
guiada por el mundo y tiene un “objeto apropiado” que es la verdad apodíctica;
mientras del lado opuesto estaría lo connotativo —el deseo paradigmático—
que también es guiada por el mundo y tiene su “objeto apropiado” que podría
ser algo cercano a la bondad. Esta distinción, según el planteamiento tradicio-
nal, ejemplifica la idea de que toda acción está abierta a la formación de un
significado, en el que el deseo está dirigido, tiene una cierta meta o extremo del
agente, mientras las creencias tienen algunos significados que acercan al final.
Sin el deseo y la creencia, no existiría la acción.
Las emociones concebidas por los filósofos como estados que dan lugar a la
perturbación en contra de lo que podría llamarse la forma correcta de pensar,
llevaron a desarrollar la idea de que tanto el razonamiento práctico, como el
razonamiento teórico, deberían y podrían ser desapasionados, de tal forma que
las emociones no interfiriesen con el razonamiento correcto. Si se relaciona
esto con el tema presente, el proceso de construcción de la participación polí-
tica, los esfuerzos deberían estar encaminados a depurar el camino mediante
el cual se separó la emoción de la razón. Damasio (2005) sugiere que los filóso-
fos y teóricos de la política frecuentemente ignoran el mundo afectivo porque
tienen una errónea concepción de este. Suponen que las emociones tienen el
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Participación política y emociones / Alejandro Roberto Alba Meraz
poder de disminuir la capacidad de razonamiento, de tal forma que resulta
más sencillo prescindir de ellas.
Enfatizar el valor de la razón sobre las emociones ha significado en la histo-
ria moderna del pensamiento político una pérdida antes que una ganancia, en
tanto que, como señala Nussbaum (2018), la esfera de la vida pública y los es-
pacios de toma de decisiones necesitan de una cierta generosidad producto de
las emociones para no envenenar el deseo de encontrar mejores formas de vivir.
Conjuntar emociones y razón
La discusión actual entre quienes consideran a las emociones peligrosas para
la participación política da pauta a una caracterización reduccionista de ella
que depende exclusivamente de procedimientos institucionalizados. Esto lleva
a plantear lo siguiente, si en las democracias todo depende de un sistema de
reglas, ¿cómo construir nuevos ideales de justicia que impidan la exclusión, el
apartidismo o la invisibilidad nacida de la diferencia? Una aproximación se-
ría comenzar a plantear formas de integrar las emociones a la política y, en
este sentido, vale la pena plantear si la noción de política con la que cuen-
tan las democracias actualmente ayuda a alcanzar una conjunción virtuosa
entre emoción y razón. Ciertamente las tendencias globales y tecnocráticas
dificultan una nueva comprensión, al menos mientras siga considerándose la
política como un quehacer procedimental para reducir los miedos y los riesgos
al futuro.
Aunque la explotación calculada del miedo —o, como sucedió en otros mo-
mentos, con sentimientos como el amor a la patria— ha sido una de las causas
de la mala reputación de las emociones, es importante plantearse nuevamente
qué significa hacer política y cómo puede incorporarse la dimensión emocio-
nal a esta actividad. Hacer política en las democracias es realizar actividades
regladas que encauzan su participación, particularmente hacia los procesos
electorales. El valor otorgado a la actividad política en el conjunto de la vida
social es marginal. Ciertamente, como Habermas (2000) plantea, la tarea del
ciudadano no empieza y termina con la emisión del voto; se constituye a lo largo
de los momentos en que ocurre la formación deliberativa de la opinión y la vo-
luntad colectiva. Sin embargo, en estricto sentido, lo que se ha consolidado en
las democracias parlamentarias es que el acto consumado del ejercicio político
sucede cuando, a través de un proceso institucional, se racionaliza la decisión.
Abrir el mundo de las emociones a la vida pública requiere, desde mi pers-
pectiva, volver a construir el significado de la política, sacarla de los diferentes
dominios de privatización en que se le ha encasillado, sea esta la visión ins-
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trumental que la constriñe al Estado o a su otra variante, el mercado; visiones
en las que, por cierto, las emociones no tienen ninguna relevancia. La política
destaca por ser un tipo de actividad marcada por su condición de constituir
orden (Lefort, 1988), hacer compatible dicho orden con otros (Cortina, 2009) y
favorecer un “nosotros” no restrictivo (Balibar, 2013).
Dadas las mínimas condiciones expresadas antes, el primer acto del ciu-
dadano como sujeto de la política es el de aquel que busca democratizar a
la democracia, apunta Balibar. Para que ello ocurra, resulta indispensable co-
menzar la “búsqueda de continuidad mediante un orden significativo, pero un orden
siempre problemático frente a la discontinuidad de la vida” (Lechner, 2013, p. 211,
énfasis del original).
Realizar dichas tareas, por supuesto, no es sencillo; exige esfuerzos; supone
imaginar caminos, encontrar una motivación intrínseca a la idea de recons-
truir nuestros ideales de bien, darle forma a nuevas miradas que permitan
ampliar la identidad de las comunidades. Como planteara Camps (1990), en
principio, incorporar a la idea de orden principios como la felicidad, puede ser
inimaginable; pero si esa idea es parte del interés colectivo y si este interés
se asume como justicia, puede tener viabilidad. La viabilidad incluye la idea
de que vale ampliar los márgenes de las concepciones occidentalizadas de co-
munidad, identidad y acción política. La resignificación de lo político siempre
implicará una tendencia a clausurar el sentido, delimitando qué entra y qué
no entra en la vida pública, pero debe evitar indicar de manera definitiva lo
que siempre entrará o se evitará (Lechner, 2013; Cortina, 2009; Camps, 1990).
Ahora bien, las propuestas que abogan por darle un mayor peso a las emo-
ciones dentro de los procesos de toma de decisiones y deliberación sostienen
que eso es necesario porque la propia naturaleza humana está nutrida de esque-
mas emocionales adaptativos que, antes que ser meras estructuras mecánicas,
hacen posible el modelamiento del comportamiento en diversas direcciones.
Entonces, ¿qué tiene que ver esto con la idea de la política? Bien, si la estruc-
tura biológica humana procesa los estímulos para producir una emoción, que
luego ésta se convierte en afecto. Esa misma estructura, llevada al plano co-
lectivo, lo transforma en un estado afectivo. Esto es así porque, como se ex-
plicó antes, el ser humano, al socializar, genera variaciones, lo que afecta los
patrones básicos de respuesta instintiva. Por ejemplo, ante un escenario de
peligro, el individuo expresa alguna de sus opciones básicas —huir o luchar—;
sin embargo, el individuo puede alterar la respuesta, al hacer de la huida una
estrategia de ataque, como enseñó Sun Tzu. Las variaciones introducidas al
sistema de respuestas básicas amplifican las opciones de los individuos y pro-
vocan, con ello, nuevas estructuras mentales-sociales que, con el tiempo, pue-
den estratificarse dentro de un grupo social. Un caso conocido es el de convertir
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Participación política y emociones / Alejandro Roberto Alba Meraz
el sentimiento de humillación en un estado afectivo de violencia, como sucedió
durante el siglo xx cuando la organización nacionalista del País Vasco Euskadi
Ta Askatasuna (eta) impuso un estado afectivo de violencia en la sociedad
española. La modernidad, por su parte, como señalara Lechner, contribuyó a
racionalizar y naturalizar la idea de que las relaciones políticas se encuentran
separadas del universo afectivo (2013, p. 300 y ss.).
Los seres humanos tienen la posibilidad de favorecer pautas o fuerzas que
se transmiten en el tiempo (Panksepp, 1998) y estas se transmiten a una co-
lectividad a través del condicionamiento, el contagio, la imitación o la simula-
ción. Esas pautas favorecen el procesamiento de las emociones y su posterior
traducción en estados afectivos (Asma y Gabriel, 2019). Por supuesto que estos
patrones han sido aprovechados para generar masivamente estados de odio
hacia personas o colectividades. Entonces, cuando una colectividad desarro-
lla como respuesta a ciertas experiencias un tipo de sentimientos y afectos
específicos, esto puede racionalizarse a tal nivel que dichos sentimientos se
convierten en estados afectivos. Sin embargo, como señalan Asma y Gabriel,
a pesar de la rigidez que puede causar el cerebro racional, de ninguna manera
incapacita al cerebro emocional. En los hechos, solo se necesita una oportuni-
dad para expresarse y cambiar. La posibilidad de modificar los estados afec-
tivos depende de la capacidad de los sujetos de encontrar otros afectos más
poderosos que propicien un cambio. Esto ya lo había señalado Spinoza. Una
emoción dominante que controla la forma de decidir de una persona solo pue-
de transformarse cuando encuentra una emoción más poderosa. “Una afección
solo puede ser reducida o destruida por otra afección contraria y más fuerte
que la afección reducida” (Spinoza, 1990, p. 120). Si trasladamos lo expresado
por el filósofo a los términos de la neurobiología contemporánea, la posibilidad
de que una emoción sustituya a otra depende de que el objetivo al cual estaba
orientado se dirija a una nueva función (Asma y Gabriel, 2019).
Luego, si las respuestas emocionales no generan respuestas predetermi-
nadas, en el sentido de causar siempre la misma respuesta, el sistema afectivo
puede ser capaz de desacoplarse de su estado dominante, adoptar y adaptar
otras funciones o tipos de comportamiento posible que lo sustituyan. En este
sentido, a través del quehacer político es posible generar una actividad cons-
tante con cambios reconstructivos de estados afectivos que provoquen un or-
den distinto del que domina hasta ese momento. Es posible generar condicio-
nes que permitan la expresión de emociones que ayuden a romper los afectos
existentes que en muchos casos llevan a la parálisis o la indiferencia. En Amé-
rica Latina existen múltiples casos, como el de Chile durante y después del
golpe militar de Pinochet o en México, después de los fraudes electorales que
enturbiaron el ambiente social a finales del siglo pasado.
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La posibilidad de construir orden en condiciones de discontinuidad, como
lo plantea Lechner, solo puede ocurrir si favorecemos formas de vinculación
entre la emoción y la razón, formas que no nieguen la compasión, el amor o la
vergüenza en el dominio público. La recuperación del derecho a sentir ante las
disposiciones del régimen político tiene que ver con cambiar el sentido pro-
cedimental de la política. Asimismo, con hacer a un lado su fuerte carga de
deber formal, obligación y mandato para llevarla al plano de la cooperación a
partir de experiencias como el cuidado del otro, lo que no solo sucede cuando
alguien tiene una actitud empática. Al respecto de esta reflexión suscribo lo
que Jean-Luc Nancy señaló sobre hacer el objetivo de la política la búsqueda
de un acuerdo común. Decía el filósofo que lo propio de lo común es “su enigma
o su dificultad, su carácter no dado, no disponible y en ese sentido lo menos
‘común’ del mundo” (2016, p. 106).
Para Mellucci (2002), la evasión y el rol de las emociones en la formación
de la vida colectiva son síntomas de la anomia de la modernidad tardía que
forma parte del escenario eminentemente complejo de las sociedades. En ellas
se admite suprimir los afectos para evitar exacerbar los rasgos de violencia de
la cultura y se alardea la ignorancia teórica, porque al suprimirse aquel com-
ponente emocional del sistema político, más que reducir la complejidad social,
se produce un fenómeno de implosión en el que la respuesta a la contención de
las emociones es la violencia. Esto genera un efecto endogámico de inseguridad
y riesgo que en lugar de beneficiar genera dependencia, frustración, disgusto y
parálisis en el individuo. Mellucci también señala que los efectos de la frustra-
ción contenida incuban una sociedad pervertida que no solamente deforma el
valor de lo político, sino que lo hace acompañar de fenómenos de sociopatía de
alta peligrosidad, como la naturalización de discursos que degradan la vida en
todas sus expresiones. El reto es reinterpretar la vida política, la interacción
política y la razón en un entorno amplio y multifactorial desde otro orden por-
que “las sociedades contemporáneas llevan su poder de acción sobre sí mismas,
hacia fronteras jamás alcanzadas por ninguna cultura del pasado” (Mellucci,
2002, p. 152).
Las experiencias colectivas en las que es posible transformar el estado afec-
tivo de una sociedad surgen de la necesidad de crear formas de coordinación
del orden que admite niveles de colaboración entre sociedad civil y el gobierno.
En este caso, la intervención del gobierno tiene un nivel moderado o bajo, y
la participación ciudadana adquiere altos niveles de involucramiento. En este
esquema, la ciudadanía adopta la forma de redes que colaboran con organiza-
ciones locales o regionales, aunque es común la participación de agencias interna-
cionales para crear una agenda pública amplia y nuevos espacios de actividad
reconocidos por la normatividad (Santos y Porras, 2012). Es el caso de las orga-
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nizaciones de apoyo solidario, que principalmente funcionan en comunidades
y tienen el objetivo de fomentar las capacidades de grupos vulnerables. Son
estas formas de articulación y recreación del orden las que le otorgan mayor
importancia a los afectos en la vida política. Algunas experiencias son los lla-
mados presupuestos participativos, los sistemas de planeación organizativa para
el desarrollo municipal en México, pero también los hay de manera similar en
Argentina, Ecuador y Brasil.
Dicho lo anterior, es importante llegar a una conclusión. La exigencia de
construir nuevos enfoques de participación entre la ciudadanía y el Estado, en
los que se permita la interacción de los afectos colectivos y la racionalidad po-
lítica, debe tener al menos tres razones de apoyo: 1) las formas de construcción
del orden social exigen el cuidado, establecido a partir del objetivo de procurar
beneficio social siempre público; 2) la presencia de las emociones es justificable
a partir de la defensa de una philia pública que afirme la noción de individuo
más que suprimirla, pues las actitudes de reconocimiento de las emociones
exigen a los individuos hacerse cargo de sus compromisos con la colectividad,
y resaltar los logros y los límites que enfrentan, y 3) los estados afectivos favo-
rables para la construcción de una subjetividad cívica y política activas tienen
como cometido la búsqueda de coincidencias en la divergencia, sustentando,
así, la necesidad de hacer de los valores comunes bienes sociales que tiendan a
convertirse en bien público.
Construir nuevas maneras de convivencia exige esfuerzos, pone en acción
una importante cantidad de componentes afectivos que impulsan en gran
medida los deseos y, en consecuencia, las elecciones. Los sentimientos no solo
acompañan a los pensamientos, porque, de hecho, juegan un papel determi-
nante —como ya vimos— en la toma de decisiones. En esta medida, no son un
factor subsidiario, se necesita integrarlos con la razón lógica para formular ca-
minos para la decisión exitosa en un sentido colectivo. No se trata de otra cosa
más que caminar hacia una dimensión de justicia e igualdad en la sociedad
(Cortina, 1986). El rasgo distintivo de una formación para la vida colectiva en
democracia debe partir de la formación de ciudadanos que valoren esas dispo-
siciones para aceptar discutir públicamente, sobre todo aquello que preocupa
e incumbe.
Por lo tanto, no se puede eludir que la formación del ciudadano, para ser
consistente con un enfoque más participativo, incluye la emoción, una ética
del compromiso y el bienestar, cada una en su lugar. Las cuestiones éticas son las
que conllevan proponer formas de vida que admitan la convivencia entre las di-
versas formas o maneras concretas de vivir.
Hay, pues, un ámbito de exploración de la vida, constitutivamente ética y
política, que no solo está por hacerse, sino que, cualquier proyecto de vida, in-
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dividual o colectivo que pretenda abordarlo tendrá que configurarse en torno
a ideales integrados. La malla de valores tiene como soporte las motivaciones
afectivas. Una vida productiva y satisfactoria exige esfuerzos para conseguir la
felicidad. Si esta incluye también a la comunidad, requiere asumir un principio
de justicia e igualdad, de mantener acuerdos en cuanto a la necesidad de nor-
mas como la de respetar y reconocer la dignidad del otro, la necesidad de negociar
con la colectividad ese reconocimiento. Y no puede evadir la deliberación en
el espacio público. Asumir un compromiso con la colectividad conlleva, por
tanto, cierta virtud. La recuperación de las disposiciones como virtudes cam-
bia el sentido de la ética, hace a un lado su sentido restringido de obligación y
mandato descarnado, cambiándolo por hábito querido, objeto del deseo de la
voluntad.
Bisquerra (2017) señala que para encontrar nuevas formas de realización
colectiva se necesita construir un marco estratégico de cumplimiento de las
reglas del juego cívico, que introducen un tipo de obligación cívica, pero no
excluyen el carácter contingente de lo político.
Finalmente, será necesario profundizar en una tercera dimensión deno-
minada la integración de lo común con las personas, en la que se revisen las
alternativas ante las nuevas formas de socialización de las emociones y sus
aproximaciones a una forma de la política inédita.
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