Fundamentos del saber administrativo1

Paola Podestá Correa

Escuela de Administración Universidad Eafit Medellín, Colombia.

E-mail: mpodesta@eafil.edu.co Juan Carlos Jurado Jurado Docente de la Universidad Eafit. E-mail: jjurado@aeafil.edu.co


RESUMEN


Recibido: Diciembre 2003. Aceptado: Junio de 2004


El presente texto tiene por objetivo delimitar, de manera general, algunos de los conceptos más importantes del saber administrativo; en primera instancia, práctica administrativa y saber administrativo. Estos conceptos están ligados con los que en el texto se denominan fundamentos de la administración, estableciendo consensos sobre algunas expresiones comunes en el lenguaje administrativo, y contribuyendo a la comprensión de estos temas para los estudiantes de los primeros niveles del programa de Administración de Negocios, en las áreas de su formación básica. Además, se hace una exposición general sobre los fundamentos —económicos, religioso-culturales y socio-psicológicos— con especial énfasis en la forma en que contribuyen a estructurar, histórica y conceptualmente, el saber administrativo.

Palabras clave: practica administrativa, saber administrativo y fundamentos.

The objective of this paper is to set the limits, under a general perspective, of some of the most important concepts of the administrative knowledge; administrative practice and administrative knowledge from an initial perspective. These concepts are linked with the so called administration foundations within the text, establishing consensus about some common expressions in the administrative language, and contributing to understanding such themes for the students of the Business Administration program’s first levels, in the basic formation areas. Besides, a general presentation is made on the foundations —economics, cultural-religious, and socio-psychological— particularly on the way they contribute to structure both, historically and conceptually, the administrative knowledge.

Key words: administrative practice, administrative knowledge and foundations

INTRODUCCION

El diccionario de la Real Academia de la lengua española, define la palabra fundamento como “Principio y cimiento en que estriba y sobre el que se apoya un edificio u otra cosa; raíz, principio y origen en que estriba y tiene su mayor fuerza una cosa no material” (Real Academia, tomo1, 1992). Desde estas acepciones se entenderá el término “fundamentos” en lo que toca al saber administrativo; es decir, se considerarán fundamentos aquellos conceptos, circunstancias o procesos históricos que hayan aportado, de una u otra manera, a dar forma al saber y a las prácticas administrativas más reconocidas en Occidente. Estos fundamentos son considerados no como principios filosóficos o teóricos inmutables, sino sujetos al cambio, a la historia, a los procesos de configuración que han constituido el saber de la administración moderna y, en este orden de ideas, contribuyen a la comprensión de las dinámicas de la administración, propias de un determinado momento en el tiempo. Así, el campo de conceptos que comprenden el saber administrativo no está por fuera de su historia.

Una distinción importante tiene que ver con lo que, para efectos de este artículo, se entenderá como práctica administrativa, a diferencia de saber administrativo. En general, y a modo de ejemplo, la práctica es entendida como todo acto rutinario establecido por un grupo humano en el orden de la técnica, la religión, la economía o la política. Por ejemplo, existen prácticas tecnológicas —la fabricación de objetos de piedra—, prácticas económicas —el trueque—, prácticas religiosas —veneración de santos—, prácticas políticas —el voto—, todas ellas en el dominio del quehacer empírico, en el marco de unas actividades rutinarias establecidas culturalmente. Práctica implica todo lo que sea fácil o inmediatamente traducible a la acción y reducido a ella (Abbagnano, pp. 939-942, 1998). La práctica está en el orden de un conocimiento rudimentario, pragmático y concreto, que rige la vida cotidiana en los niveles más primarios de la supervivencia.

Para hacer comprensible el concepto de práctica en el campo de la administración, es necesario remitirnos a las condiciones de las sociedades “primitivas”, y en general precapitalistas, en las que el hombre debe resolver su problema de supervivencia. Dado que el hombre ha debido enfrentarse al mundo natural para aprovechar los recursos que garanticen su vida, han sido necesarias históricamente una serie de prácticas que podrían denominarse como prácticas administrativas, y que están en el orden del manejo, la gestión y la administración de recursos, que pueden ser: alimentos, armas, animales, herramientas, capacidad de trabajo humano, el fuego, el conocimiento de los cambios climáticos para las siembras o para beneficiarse de las crecientes de un río, entre otros. Como lo afirman Hernández y Rodríguez, “poco a poco, la humanidad llegó a conclusiones sobre cómo debía organizarse para producir lo que necesitaba, aprendió de los fracasos, también de sus éxitos y gradualmente formó una teoría empírica que se transmitió de generación en generación bajo las condiciones de cada pueblo” (Hernández y Rodríguez, p. 37, 1994). Esta teoría empírica —que se refiere a las condiciones materiales de la existencia y a la capacidad del hombre para insertarse en las relaciones de producción y de trabajo y transformarlas activamente— fue durante siglos una práctica económica y cultural de la cual se derivó posteriormente un saber administrativo.

Pero existen también actividades más complejas, que trascienden una relación más directa con la naturaleza, y cuyo manejo también hace parte de los propósitos de bienestar que el ser humano debe lograr: actividades en el orden de lo social, lo económico y lo político, por ejemplo. En resumen, la práctica administrativa como tal, deviene del hacer directamente, teniendo en cuenta la experiencia que se adquiere a partir de la realización misma de actividades tendientes a obtener un fin determinado

—el bienestar general— a hacer un uso óptimo de los medios con los que se cuenta para cumplir tal fin, y al logro de la supervivencia individual y la de la comunidad.

El saber, por su parte, se puede entender de dos formas: una, “como conocimiento en general que, en este caso, designa toda técnica que se considere adecuada para dar información en torno a un objeto, un conjunto de tales técnicas o, también, el conjunto más o menos organizado de sus resultados”; y otra, que lo entiende como “ciencia, o sea como conocimiento de algún modo garantizado en su verdad” (Abbagnano, p. 1027, 2001). Acá se adopta el concepto tradicional de la ciencia, es decir, aquel en el que se incluye una garantía absoluta de validez y es, por lo tanto, como conocimiento, el grado máximo de la certeza. En el sentido más positivista de la palabra,2 la ciencia se significa como un sistema de principios, leyes y reglas válidas que superan el conocimiento empírico y se abstraen de las condiciones particulares de la realidad, proponiéndose como universales, es decir, como objetiva.3

El hecho de que el conocimiento de la administración haya sido durante tanto tiempo de orden práctico, no lo demerita, no supone que ocupe un lugar de menor valor frente al saber administrativo, que en ciertos momentos de su historia ha sido denominado como una “ciencia”. Durante miles de años la humanidad construyó conocimiento confiable a partir del saber práctico, pero es en nuestra época cuando las valoraciones excesivas sobre el conocimiento científico han desvalorado otras formas del conocimiento como el conocimiento común, popular y práctico.

La adquisición de un conocimiento confiable acerca de muchos aspectos del mundo ciertamente no comenzó con el advenimiento de la ciencia moderna y del uso consciente de sus métodos. En realidad, a este respecto, muchos hombres, en cada generación, repiten durante sus vidas la historia de la especie: se las ingenian para asegurarse habilidades y una información adecuada, sin el beneficio de una educación científica y sin una adopción premeditada de modos científicos de procedimiento (Nagel, p. 15,1994).

Lo relevante en esta diferenciación entre práctica y saber administrativo no está en privilegiar a la una sobre el otro, sino en resaltar la naturaleza diferente que cada tipo de conocimiento supone y la forma como se ha ido conformando históricamente un campo de saber ligado a una profesión, que con el tiempo se ha denominado administración.

Con el transcurso del tiempo, las sociedades se han tornado más complejas, de manera que culturalmente están mejor dotadas para superar el saber empírico y práctico sobre el manejo de sus recursos, y convertirlo en un saber teórico. Por su sistematicidad y por los procesos históricos de su configuración, estos saberes se han denominado en las sociedades occidentales, y principalmente con el advenimiento de la modernidad, como “ciencias”. Para efectos de este texto, se propone el concepto de saber administrativo, suspendiendo por el momento la discusión en torno al carácter científico que algunos le han adjudicado a la administración, esto es, si hoy la administración se tiene como una ciencia o no.4

El saber administrativo hace alusión a la teoría administrativa o a las teorías de diversas disciplinas y ciencias, a la luz de las cuales la administración se ha pensado y se ha construido a si misma como un campo de saber. Es decir, se habla de saber administrativo en términos de un conocimiento más sistematizado, formal y abstracto. Este conocimiento al que se hace alusión, se refiere a su carácter teórico, explícito, que trasciende la aplicación pragmática y tiende a convertirse en una elaboración propiamente teórica, no obstante sus implicaciones prescriptivas. Este tipo de conocimiento habla de realidades que rebasan la experiencia cotidiana, supera el nivel de un conocimiento empírico y pragmático de la experiencia, dado que se construye a partir de elaboraciones abstractas de conceptos y categorías que están en el orden del discurso (Bonilla y Rodríguez, pp. 30-31, 1997).

Con el advenimiento de la sociedad moderna, después del siglo XVIII y, particularmente, con la Revolución Industrial, la velocidad con la que las industrias se expandieron, crecieron y se diversificaron, hizo que quienes las administraban —en algunos casos los mismos propietarios e inversionistas— se vieran en la necesidad de optimizar sus procesos, de “organizar la casa” pues, si bien existían los medios económicos para que la industria subsistiera, la idea era que produjera los mejores resultados posibles y que continuara creciendo. Este proceso de creciente mecanización y de reunión de los asalariados en una fábrica o en un taller, donde se vieron obligados a trabajar uno al lado del otro, cuando antes lo hacían de manera separada y espontánea, y la necesidad de que los obreros cumplieran con los ritmos regulares de las máquinas —pues antes trabajaban de modo irregular y espontáneo— obligó a pensar el problema de la administración y del control, como lo plantea William Asworth:

Entre los problemas más estrechamente relacionados con la introducción de la maquinaria, figuraba el de la administración y control, un problema que consistía en asegurar que las ventajas potenciales ofrecidas por el mejoramiento técnico se convirtieran en realidades prácticas, y que todas las varias divisiones del proceso productivo se combinaran de tal modo que contribuyeran más eficazmente al resultado final (Asworth, p. 97, 1978).

Para esto, era necesario recoger experiencias sobre el manejo de los talleres y las actividades comerciales y, a partir del control sistemático de los tiempos, movimientos y habilidades de los obreros, así como de métodos como el contable, hacer que su administración fuera más ordenada, con fines establecidos hacia los cuales trabajar y con la posibilidad de prever los resultados. En este contexto de mayor complejidad de las industrias, fue claro que las elaboraciones de las ciencias y la tecnología aportaron mayores posibilidades de eficiencia e innovación para el capitalismo. De allí que muchas de las prácticas y procedimientos administrativos del siglo XIX se sistematizaran, organizaran y recogieran en elaboraciones teóricas incipientes, pero que apuntaban a un saber “científico” sobre la administración.

En las etapas más tempranas de su desarrollo como saber —a finales del siglo XIX y principios del XX— las funciones de control y organización que tuvo que enfrentar la ingeniería, derivaron hacia la formulación de incipientes teorías caracterizadas por la observación sistemática y la medición de los tiempos y movimientos, el estudio de las destrezas, el manejo de las herramientas y la capacitación, como medios para la regulación del trabajo productivo de los obreros y como una forma de organizar técnicamente los talleres y garantizar la eficiencia de sus procesos productivos. Particularmente en los Estados Unidos se presentaron propuestas más concretas que apuntaban a la organización metódica y planeada del trabajo en los talleres, a partir de observaciones sistemáticas que llegaron a convertirse en textos escritos con pretensiones de cientificidad, y que se constituyen en el cuerpo de conocimientos que fueron dando forma al campo de saber denominado Administración Científica. Esta última y otras corrientes teóricas norteamericanas y europeas, que tuvieron desarrollos posteriores, han contribuido a la configuración de lo que hoy se denomina Administración.

Charles Babbage (1792-1871), Henry Laurence Gantt (1861-1919) y Frank Bunker Gilbreth (1868-1924) fueron algunos de los precursores del movimiento de la Administración Científica, a partir de los intentos que cada uno hizo de sistematizar y organizar los tradicionales conocimientos prácticos del manejo de los talleres y darles forma teórica, pretendiendo extractar unos principios generales para la organización científica del trabajo. La labor de estos primeros teóricos se centró en pensar las prácticas que tradicionalmente se habían asumido en los talleres para organizar el trabajo. Se trataba de un proceso de sistematización que sugiere un acto de conocimiento que hace que una acción pase del conocimiento empírico al universo de las ideas estructuradas y de un pensamiento abstracto para iluminar de nuevo la acción; es decir, elaborar teóricamente las experiencias y los actos para la producción de saber sobre ellos mismos, cuyo objetivo fundamental es el mejoramiento de la misma práctica. En síntesis, se pretendía recoger el saber empírico que durante décadas se había producido en los talleres para, con su teorización, establecer unos principios generales de la organización del trabajo que pudieran aplicarse en estos escenarios, independientemente de sus características particulares, de los trabajadores y de los procesos productivos específicos. Es entonces a partir de estas propuestas escritas que se comienza a configurar un campo de saber en la administración.

El hecho de comenzar a consignar por escrito las observaciones, los conocimientos y todo un saber empírico recogido a lo largo del tiempo y que se conservó en la tradición oral, fue otorgando al saber administrativo que surgía el estatuto de “saber científico”. Esta pretensión de registrar en textos escritos tiene que ver con la preocupación propia del siglo XIX por una mayor precisión y exactitud en el cuerpo de los conocimientos que aspiraban a convertirse en ciencias. La formación textual de un saber que tradicionalmente fue oral contribuyó a originar criterios de orden, racionalidad, exposición fáctica, medios de verificación y argumentación propios de las ciencias, con la finalidad de crear un corpus teórico susceptible de ser difundido ampliamente en la sociedad, más allá de los círculos especializados del saber, y ello sólo fue posible con la producción de su escritura. Así, los precursores de la Administración Científica (Babbage, Gantt, Gilbreth) y el mismo Taylor supusieron una alteración en la “formación discursiva” que sirvió como soporte para el saber de la administración que se estaba gestando. Con la forma escrita que la administración iba produciendo, ella ingresaba al campo de

La investigación moderna, [que] se caracteriza por su capacidad para organizar y ordenar tradiciones de pensamiento de modo que se adecuen tanto a la presentación racional, como al uso pedagógico y didáctico. La relación entre saber y organización textual es, pues, indispensable para que una cultura ordene y codifique el conocimiento. (Morrison, 178, 1995).

El movimiento de la Administración Científica logró una mayor forma y difusión internacional con el trabajo de Frederick Taylor (1865-1915) titulado “Principios de la Administración Científica”, publicado en los Estados Unidos en 1911. Gantt y Gilbreth, junto con otros estudiosos de la organización racional del trabajo hicieron parte de la escuela de la Administración Científica.5 No obstante la diversidad de interpretaciones sobre la importancia atribuida a Taylor, la mayoría de los autores adjudican a éste un papel fundamental en la formulación del movimiento científico, lo cual supone su capacidad para sistematizar y formular con mayor coherencia teórica los principios básicos de un saber que cada vez se configuraba como un campo teórico relativamente autónomo respecto de la ingeniería y de la economía. Para Aktouf, por ejemplo:


Taylor no inventó nada que fuese totalmente nuevo, pero efectuó la síntesis de las ideas que germinarían y serían reforzadas en Gran Bretaña y los Estados Unidos durante el siglo XIX y las presentó en un todo coherente y razonado. A una serie de iniciativas y experimentos disparatados les dio una filosofía y un título (Aktouf, p. 47, 1998).

Con Taylor fue más claro que la gerencia científica consistía en un intento de aplicar a la organización de las fábricas una sistemática y precisa observación, un espíritu de investigación objetivo y el establecimiento de principios derivados de la experimentación resultado de los avances en la mecanización y en la masificación del trabajo.

Su objetivo era el de garantizar que cada trabajador, cada herramienta y cada máquina de una empresa se utilizaran con su máxima eficiencia. Se trataba de conseguir esto, dando a cada trabajador un incentivo para que trabajase lo mejor posible en lugar de prolongar su tarea, descubriendo el mejor modo en que podía realizarse cada operación e insistiendo luego en la aplicación uniforme de ese método, y planificando previamente la jornada de trabajo que había de hacer cada uno, de modo que no hubiese interrupción en el ritmo de trabajo de una fase a otra (Asworth, p. 102, 1978).

Para Taylor, dentro de esta organización metódica y científica del trabajo, era de gran importancia la cooperación entre el capital y el trabajo dado el permanente conflicto y enfrentamiento que el desarrollo del capitalismo fue desatando entre ellos, y que se evidenciaba en el trabajo en las fábricas. Se trataba de rescatar los intereses comunes entre directivos y trabajadores para garantizar la aplicación de los principios de la ciencia creada para el trabajo.

Así, a partir de Taylor y los teóricos que lo precedieron, o que fueron sus contemporáneos, la administración dejó de estar exclusivamente circunscrita a un conjunto de prácticas culturales y económicas orientadas al manejo, control, gestión y organización de recursos, y entró al campo de lo que podría denominarse en general como las ciencias, a partir de la racionalización del trabajo que pretendieron estos autores. El nuevo escenario de la administración se situó entonces en la industria moderna, dejando de estar circunscrito a las prácticas del manejo y gestión de los recursos de las sociedades agrarias y campesinas, precapitalistas.

Hacia las décadas de 1930 y 1940, los avances en psicología, sociología y antropología permitieron a la administración pensar nuevas problemáticas organizacionales relacionadas no sólo con la productividad del trabajo en sí, sino también con las relaciones humanas y el mundo laboral como fenómeno social y humano. En este sentido, la administración no es un campo de saber puro, sino que es una construcción interdisciplinaria en la que se retoman las conquistas de diversas ciencias para posibilitar una comprensión más amplia de su objeto de estudio: las organizaciones (López, 1999), y también para implementar acciones gerenciales con el fin de intervenirlas.

UN RECORRIDO POR LOS FUNDAMENTOS DEL SABER ADMINISTRATIVO6

Para hacer más comprensible la constitución histórica y conceptual del saber administrativo, es necesario tratar los elementos fundamentales que contribuyen a construir tal saber. Estos fundamentos son bastante complejos y variados, y su elección depende de la mirada que el estudioso del tema quiera privilegiar.


Reconociendo esta posible diversidad, se proponen los siguientes fundamentos, y dentro de ellos algunos conceptos derivados: fundamentos económicos, religioso- culturales y socio-psicológicos, que serán desarrollados a continuación.

FUNDAMENTOS ECONÓMICOS.

Para comenzar, es vital conocer y comprender el contexto que rodea el saber administrativo, en particular el proceso conocido como Revolución Industrial. El escenario inicial de la administración es la empresa económica capitalista, que según Erich Gutenberg se limita a “una entidad que busca la optimización de sus factores productivos.” (López, p.31, 1999). Posteriormente esta empresa se hace más compleja y trasciende la producción industrial, incursionando además en la oferta de servicios. Según Alfred Chandler, conocido economista norteamericano del siglo XX, la empresa pone varias unidades bajo su control, actúa en diversos lugares, lleva a cabo diversos tipos de actividad económica y produce varios bienes y servicios. “Las actividades de esas unidades y las transacciones entre ellas transcurren entonces internamente. Son operaciones coordinadas y vigiladas por empleados asalariados, que sustituyen a los mecanismos de mercado.”7 (Chandler, p.120, 1994). En ese escenario inicial se desarrollan unas singulares formas de división del trabajo, de organización de los recursos y de gestión de las relaciones sociales que le son propias. Tal escenario hace su aparición única y exclusivamente con la Revolución Industrial — siglo XIX especialmente— es decir, con una economía capitalista moderna que rompe con los antiguos esquemas de organización de los recursos de las sociedades antiguas y de la medieval europea.

Como ya se ha sugerido, la mayor complejidad de las sociedades supone una serie de prácticas que superan la supervivencia inmediata en una relación directa con la naturaleza. Así, las prácticas administrativas se van orientando hacia la organización de las instituciones sociales, la construcción del mundo material de las ciudades, el gobierno, y los mecanismos políticos y culturales necesarios para la organización de una sociedad, superando así la etapa en la que las prácticas administrativas se limitaban al manejo de recursos que resultaban de actividades extractivas de la naturaleza: agricultura, ganadería y minería, para llegar a plantear la necesidad de sistematizar, ordenar las enseñanzas derivadas de tales prácticas, y así señalar el camino hacia un saber más sistematizado y ordenado, fruto de las preocupaciones alrededor de esas nuevas sociedades.

En este sentido interesa delimitar el concepto de división del trabajo, entendido en su dimensión social, como aquellas actividades que los diferentes integrantes de la sociedad realizan como resultado de una división de funciones, para el logro de los objetivos que la benefician. Para Carlos Marx esta división tiene sus inicios con la separación entre el campo y la ciudad y las distintas actividades económicas y materiales que ello supone, y particularmente con la diferenciación de los grandes géneros del trabajo: comercio, agricultura, ganadería, minería, industria, etc. Es así como en una sociedad existen aquellos que fabrican bienes materiales, otros que siembran la tierra, otros que imparten conocimientos, otros que curan las enfermedades y otros que crean obras artísticas. Todos se benefician mutuamente del trabajo de los demás. En tanto es una forma de organizarse para aprovechar al máximo los talentos y habilidades de los diferentes grupos sociales, en la búsqueda de un beneficio común, la división del trabajo es una práctica administrativa asumida históricamente por las sociedades, noción que se ajusta a la que se ha propuesto anteriormente.

Según Heilbroner, las sociedades se han organizado de tres maneras para resolver el problema de la supervivencia. Para este autor, algunas sociedades — agrarias, campesinas, antiguas, medievales, entre otras— se han organizado a partir de la tradición, “transmitiéndose de generación en generación, de acuerdo con la costumbre y el uso, los distintos oficios y actividades necesarias” que la división social del trabajo estructura para su supervivencia (Heilbroner, pp. 26-67, 1985). Un segundo grupo de sociedades —los grandes imperios antiguos de Egipto y Roma, por ejemplo— ha organizado sus recursos basado en el mando de una autoridad central “que cuida que sean realizadas las tareas necesarias” (Heilbroner, p. 27, 1985) adjudicando por autoridad a cada grupo aquellas actividades que le son encomendadas: construcción, agricultura, alfarería, comercio, defensa del territorio, culto religioso y gobierno.

Estas dos primeras formas de gestionar los recursos para resolver la supervivencia (la tradición y la autoridad central) corresponden a sociedades cuyos sistemas de producción son anteriores al capitalismo, es decir, sus sistemas de producción son esencialmente manufactureros y sus integrantes están organizados de acuerdo con su condición étnica, su procedencia de castas, linajes o su posición política.8 Después de un milenario proceso histórico bastante complejo, y que no interesa detallar acá, la sociedad de mercado rompe con las maneras tradicionales de dividir el trabajo e instaura lo que la sociología ha llamado las clases sociales, de acuerdo con la relación que establecen las personas con los factores de la producción.9 Estas clases sociales son denominadas por los clásicos estudios sobre el capitalismo como burguesía y proletariado.10 (Mijailov, p.13, 1997). Para Heilbroner, el sistema de mercado propio del mundo capitalista moderno es la tercera forma de organización de los recursos y en ella se propone que

cada cual actuara de acuerdo con lo que fuera para él más ventajoso monetariamente. En este sistema es el móvil de la ganancia, no el impulso de la tradición o el látigo de la autoridad, lo que encamina a cada cual hacia su actividad. Pero, aunque cada cual goza de libertad para encaminarse hacia donde le lleva su olfato de lucro, la acción recíproca de unos hombres sobre otros, trae como consecuencia que se realicen las tareas necesarias para la sociedad (Heilbroner, p. 28, 1985).

Para este autor, el sistema de mercado logró instaurarse tras un complejo y conflictivo proceso histórico que él denomina “revolución económica” y que tuvo lugar entre los siglos XII y XIX. Como parte del desarrollo de este nuevo sistema, se comprendieron la tierra, el capital y el trabajo como factores generadores de riqueza que, si bien habían existido desde siempre, no se les había explotado como recurso productivo y no existían como entidades abstractas, como ‘agentes’ de producción, como entes económicos impersonales (Heilbroner, p.36, 1985). Estos factores existían materialmente, pero no eran concebidos como “mercancías” movilizadas para generar riqueza. En el sistema de mercado estos factores de producción son dinamizados por el proceso de oferta y demanda regido por la lógica de la ganancia, ideal que fue ajeno a la Edad Media, y particularmente a la doctrina católica que condenaba la acumulación, la usura y toda ganancia que superara el “precio justo” de un bien, como se verá más adelante, y que fue un elemento fundamental para que se instaurara el capitalismo moderno.

A partir de lo expuesto hasta ahora, es pertinente delimitar la noción de división del trabajo, en su acepción técnica, pues este concepto se constituye en un antecedente que será asumido por las teorías clásicas del saber administrativo como uno de sus fundamentos. Para Marx, la división técnica del trabajo se funda en las manufacturas, que tuvieron lugar en la Europa de los siglos XVI al XVIII, pero que se acentuó en la Revolución Industrial con la maquinización de los procesos industriales y la mayor complejidad de la organización social. Más específicamente, se trata de aquellas actividades que se realizan desglosadamente en los talleres y que hacen alusión a las sucesivas fases de la producción y de la especialización de los obreros. Esta problemática, entonces, no ha sido ajena al pensamiento económico occidental, por el contrario es un tema esencial de su tradición.

En este sentido, para Omar Aktouf,

Adam Smith, Frederick Taylor y, adicionalmente, Charles Babbage, son tres de los grandes pilares, hasta la actualidad inamovibles, del conjunto del pensamiento administrativo predominante en el occidente industrializado. Uno de los principios más evidentes y fundamentales de este pensamiento, de los más determinantes y más persistentes, desde Smith, es la división y la especialización del trabajo, principio que progresivamente ha llegado hasta la elaboración de las actuales concepciones que presiden la dirección del trabajo y la repartición de roles dentro de la empresa. (Aktouf, p. 35, 1998).

Si bien el concepto de división del trabajo es una herencia principalmente de la sociología y de la economía para explicar el funcionamiento de la sociedad, a la administración le interesa particularmente la manera como el trabajo se divide y especializa en las organizaciones, entendida como “la división continua y la subdivisión de las tareas o funciones en actividades minuciosas altamente especializadas…” (Ritzer, p. 192, 2002). No obstante no ser objeto de este artículo profundizar sobre este particular, es importante señalar que existe diversidad de posiciones frente a las consecuencias que trae consigo la división del trabajo en la organización.

Se concluye entonces que la división técnica del trabajo es un concepto central de la administración, en tanto compromete la dinámica propia de las organizaciones insertas en el mundo capitalista, donde el desarrollo de la tecnología ha contribuido a que el trabajo se organice de forma tal que permita la articulación de los procesos organizacionales con la lógica del capitalismo.

FUNDAMENTOS RELIGIOSO-CULTURALES.

A partir de lo expuesto hasta ahora, los fundamentos religiosos y culturales no pueden comprenderse de manera aislada, sino en relación con los fundamentos económicos. La formación del sistema de mercado supone la construcción de unos dispositivos técnicos y materiales propios del mundo capitalista, que se va desarrollando en Occidente, pero también la construcción de dispositivos éticos y culturales sin los cuales no habría sido posible la aparición del capitalismo.

Como se ha visto hasta el momento, la organización de un sistema de mercado supone una nueva forma de relación entre el hombre y el trabajo, más evidente a partir del siglo XII en el occidente europeo, donde se desarrolló una actividad comercial y una vida urbana más activa que darían lugar posteriormente a la formación de la economía capitalista. En especial después del Renacimiento (S. XV y XVI), el comercio y las actividades artesanales urbanas fueron ganando espacio, desplazando a las actividades agrícolas propias de una economía cerrada donde los señores feudales monopolizaban el poder económico y político. En este nuevo escenario de relaciones económicas, el sistema de mercado se ve sustentado en valores y formas de vida que van configurando un campo ético y moral secular —propio del mundo de la economía y los negocios— que se independiza de la ética católica tradicional que condena la ganancia. Según la doctrina católica, “los medios de enriquecerse, que humanamente considerados parecen estar justificados de todo punto, se hallan en contradicción, no sólo con el espíritu del Evangelio, sino con prohibiciones expresamente hechas por Jesucristo y sus Apóstoles” (Groethuysen, p. 354, 1985). Así pues, esta moral católica no daba lugar a la ganancia ni a la usura, pues se las condenaba como prácticas que permitían la acumulación de riqueza, y por medio de ésta, el apego del hombre al mundo terrenal.

Dado que la Iglesia Católica promovía la valoración de lo sobrenatural y la idea de que el mundo terreno era algo efímero y no definitivo, toda valoración excesiva de lo material, en este caso el afán de lucro de los nuevos empresarios burgueses, era combatido por los teólogos y sacerdotes como actividades pecaminosas y reprobables. Este fue un largo y complejo debate entre dos visiones contradictorias del mundo: el burgués y el de la Iglesia entre los siglos XII y XVIII, que se inscribe en el contexto de la Revolución Económica expuesto por Heilbroner. La postura católica que condenaba la generación de ganancia y por ende el espíritu capitalista, puede ejemplificarse con lo dicho por un representante de la teología católica, en 1783:

Dios, que en la Sagrada Escritura está ordenándonos constantemente despreciar la riqueza, Dios, que nos pone ante los ojos con terribles imágenes de sus fatales consecuencias, Dios, que dice que la codicia, que constituye el motivo principal de todas las grandes empresas mercantiles, es la fuente de todo mal, Dios no creó al hombre para amontonar dinero y poner en circulación este dinero para gloria del comercio y del Estado; creó a los individuos lo mismo que a los estados para su propia gloria (Groethuysen, pp. 369-370, 1985).

Es de aclarar que la condena de la Iglesia Católica sobre el comercio se dirigió básicamente al comercio en gran escala, al que daba lugar el desarrollo del capitalismo y de la burguesía, por las notables ganancias que producía y la acumulación de capital que de allí se derivaba. Mientras que el comercio en pequeña escala o artesanal era visto como un comercio “honrado” que supuestamente no perjudicaba a otros y que no era injusto a la luz de la moral católica. En este sentido el lucro sólo era aceptable dentro de los márgenes de supervivencia que permitía el trabajo mismo. Por ello, se sospechaba del comerciante que buscaba la ganancia (lucrum) por su acumulación excesiva de fortuna. Dentro de la visión de la Iglesia, sólo era lícito el comercio para el propio sustento (sustentatio) y el que se invertía en obras de caridad, mientras que la acumulación a gran escala de mercancías y artículos de primera necesidad con propósito especulativo, se consideraba como avaricia. Sólo el comercio en pequeña escala transado con el justo precio (iustum pretium) de los artículos, se consideraba lícito, mientras que el comercio practicado “racionalmente” —el que buscaba la ganancia— era calificado de pecado (Von Martin, pp. 121-122, 1976).

El debate teológico sobre la ganancia se desarrolló de manera más clara a partir del siglo XII en la Europa occidental cuando aparecieron los burgos o ciudades donde el comercio dinamizaba la economía agraria estática y cerrada de la Edad Media. Los burgos dieron lugar a un nuevo actor social, la burguesía, cuyo protagonismo económico fue más claro a partir del Renacimiento (siglo XV y XVI) socavando el poder de los discursos teológicos tradicionales que combatían la nueva ética del capitalismo.


La aparición de la burguesía está ligada a la secularización que sufrió la sociedad europea, donde la economía monetaria ganaba un creciente terreno como forma de organización económica. En este mundo de mayores intercambios comerciales la actitud del nuevo empresario intelectual, individualista, y más racional que supersticioso estaba acorde con unas nuevas actitudes de cálculo como explicación posible del mundo natural, donde los valores eran intercambiables, impersonales, abstractos, mercantilizados. Este nuevo empresario burgués fundó una serie de valores éticos, cuya aparición histórica fue más clara hacia el siglo XVIII con el mundo de la Ilustración: la iniciativa individual, el sentido de ganancia, la valoración del trabajo como motor del progreso social y como elemento de dignificación moral del hombre, la valoración de la propiedad privada, la disciplina laboral, el ahorro, la austeridad en el gasto, la valoración de la ciencia en oposición a la fe y la creencia de que el hombre era dueño y señor de su destino, lo cual lo liberaba de aceptar un orden social que la iglesia proclamaba como inmutable e incuestionable. Todos estos valores hacían parte de una nueva racionalidad que se expresó en el homo economicus y que fue reforzada por la ética protestante.

El protestantismo, que surgió de una división del cristianismo, ofreció una manera de aproximarse al trabajo del hombre como camino del bien y de la salvación. “Max Weber señala que la ética religiosa del movimiento protestante crea un clima económico y ético que fue altamente favorable para el desarrollo del capitalismo y la industrialización en Inglaterra, Escocia, Holanda y, más tarde, en Nueva Inglaterra” (Hernández y Rodríguez, p. 44, 1994). El protestantismo se dividió posteriormente en luteranismo y calvinismo. Mientras el luteranismo en sus comienzos honró el trabajo, apreciando el oficio en sí y su valor de utilidad a la comunidad —mas no de utilidad en el sentido monetario— que redundaría en un hombre más rico, el calvinismo propendió por un reconocimiento al interés en términos monetarios, como resarcimiento al tiempo en el cual un hombre dejaba de percibir beneficios por un dinero que había prestado a otro; es decir, la acumulación individual, pasó a ser lo deseado y lo socialmente aceptado. Países como Alemania o Suecia siguieron la línea luterana, pero Suiza, Inglaterra y los Estados Unidos, tienen una marcada influencia calvinista.

En este sentido, la administración moderna hereda unas complejas tradiciones éticas y religiosas que fueron soporte para el capitalismo, donde se inscribe el moderno escenario de acción del hombre de negocios.

FUNDAMENTOS SOCIO-PSICOLÓGICOS.

Dentro de lo que se entiende como “universalidad de la administración”, se habla de los aportes que los desarrollos de diversas ciencias y disciplinas han hecho al campo del saber administrativo; es el caso de las ciencias sociales, y particularmente aquellas que durante el siglo XIX arrojaron nuevos conocimientos sobre el hombre y el trabajo, en parte motivadas por los nacientes interrogantes y problemas sociales que suscitaban la modernización y la revolución industrial.

Como ya se planteó anteriormente, desde la sociología fue claro que el nuevo escenario económico capitalista estaba conformado por dos actores sociales que antes no existían, denominados clases sociales: burguesía y proletariado. Las relaciones de poder y de producción en que los involucraba el mundo de la producción suponían intercambios humanos muy complejos, conflictivos y de antagonismo social, de manera que empezó a evidenciarse la “lucha de clases” y el conflicto social. Era evidente que en el escenario productivo que resultó de la Revolución Industrial, la burguesía poseía la tierra y el capital, y el proletariado la capacidad de trabajo, estando este último subordinado a las lógicas capitalistas que definía la burguesía y a procesos sociales imprevistos que empezaron a ser leídos como fenómenos de descomposición social: la pobreza, la explotación, la mendicidad y la desarticulación de las familias campesinas en nuevos escenarios urbanos fabriles, entre otros. Ese nuevo campo de problemáticas sociales que surgió con el capitalismo, fue denominado como la “cuestión social” y suscitó de parte del estado, la Iglesia Católica y los empresarios la preocupación por propiciar relaciones sociales más armónicas y menos conflictivas, que fueran funcionales al capitalismo. De este modo las conflictivas relaciones sociales entre el proletariado y la burguesía no pondrían en riesgo la viabilidad del sistema predominante en Occidente, amenazado por el comunismo, que supuestamente tendría lugar con la disolución del capitalismo y que daría paso a la “dictadura del proletariado”.

Es entonces en este contexto que se hace pertinente pensar en la cooperación como un mecanismo impulsado principalmente por la Iglesia Católica y los empresarios para promover unas relaciones sociales y productivas que se compadecieran con la comunidad de intereses compartidos por capitalistas, directivos y trabajadores. Particularmente a finales del siglo XIX el ambiente de antagonismo social se vislumbraba bastante convulsionado, lo que suscitó de parte de la Iglesia intentos de conciliación entre las clases sociales y la intervención desde la pastoral católica de las problemáticas sociales causadas por el capitalismo, especialmente las relacionadas con la pobreza, la marginalidad y la explotación obrera. La preocupación de la Iglesia por los problemas sociales que generaba el capitalismo se materializó en la Encíclica Rerum Novarum, publicada en 1891 por el papa León XIII, y cuyo objeto eran las relaciones entre el capital y el trabajo. Lo que la Encíclica establecía era la alternativa cristiana a la cuestión social en la que se plantea la necesaria contribución de la Iglesia, el estado y los interesados —en este caso obreros y patronos— para el encauzamiento y superación del problema social. Reivindicando la legitimidad y el carácter imprescindible de la intervención de la Iglesia en los asuntos sociales, opta por una actitud menos idealizada frente a los problemas sociales (Martínez Boom et. al, p. 16, 1996).

A propósito de la contradicción entre capital y trabajo, la Iglesia proponía la cooperación mutua, obviamente con el carácter moralizante con el que la Institución veía este asunto:

La violencia de las revoluciones civiles ha dividido a las naciones en dos clases de ciudadanos, abriendo un inmenso abismo entre una y otra. En un lado, la clase poderosa, por rica, que monopoliza la producción y el comercio, aprovechando en su propia comodidad y beneficio toda la potencia productiva de las riquezas, y goza de no poca influencia en la administración del Estado. En el otro, la multitud desamparada y débil, con el alma lacerada y dispuesta en todo momento al alboroto (Rerum Novarum, artículo 33).

La reconocida cortedad de las fuerzas humanas aconseja e impele al hombre a buscarse el apoyo de los demás. De las Sagradas Escrituras es esta sentencia: «Es mejor que estén dos que uno solo; tendrán la ventaja de la unión. Si el uno cae, será levantado por el otro. ¡Ay del que está solo, pues, si cae, no tendrá quien lo levante!». […] El hermano, ayudado por su hermano, es como una ciudad fortificada (Rerum Novarum, artículo 35).

En este sentido se hace más comprensible que las teorías administrativas —cada una desde su especificidad teórica e ideológica— fueran permeables a la doctrina social de la Iglesia, que tomaba forma a finales del siglo XIX y principios del XX, reivindicando la cooperación como un elemento fundamental dentro de las organizaciones para lograr los objetivos que les son propios. Como concepto, la cooperación se refiere a la confluencia de intereses entre los actores organizacionales. Este carácter moralizante que alcanzó la cooperación logró importancia considerable dentro de la ideología del Mejoramiento Industrial (1870-1900)11 que tuvo mayor impacto en los Estados Unidos, y de ella se derivaron significados alusivos tanto a las tradiciones católicas, como a las formas no religiosas de agrupación del mundo obrero: solidaridad, caridad, colaboración, ayuda, asociación y mutualismo. Nuevamente, la Encíclica Rerum Novarum es ilustrativa al respecto:

Finalmente, los mismos patronos y obreros pueden hacer mucho en esta cuestión, esto es, con esas instituciones —se refiere a instituciones de carácter social y de beneficencia— mediante las cuales atender convenientemente a los necesitados y acercar más una clase a la otra. Entre las de su género deben citarse las sociedades de socorros mutuos; entidades diversas instituidas por la previsión de los particulares para proteger a los obreros, amparar a sus viudas e hijos en los imprevistos, enfermedades y cualquier accidente propio de las cosas humanas; los patronatos fundados para cuidar de los niños, niñas, jóvenes y ancianos. Pero el lugar preferente lo ocupan las sociedades de obreros, que comprenden en sí todas las demás […] Es grato encontrarse con que constantemente se están constituyendo asociaciones de este género, de obreros solamente o mixtas de las dos clases; es de desear que crezcan en número y eficiencia. Y, aunque hemos hablado más de una vez de ellas, Nos sentimos agrado en manifestar aquí que son muy convenientes y que las asiste pleno derecho, así como hablar sobre su reglamentación y cometido (Rerum Novarum, artículo 34)

Autores tan reconocidos de la administración clásica como Frederick Taylor (1856-1915) y Elton Mayo (1880-1949) plantearon explícitamente la cooperación como herramienta fundamental para el logro de los objetivos en la organización, con un claro significado racional y técnico, ya no moralizante. En el caso del primer autor y su teoría, la administración científica se fundamenta en la firme convicción de que los verdaderos intereses de ambos —patrón y empleado— son idénticos [y más adelante agrega] cada obrero debiera ser instruido diariamente por sus superiores y recibir de éstos la ayuda más cordial, en lugar de ser, por una parte, compelido o forzado por su capataz, y, por la otra, abandonado a su propia inspiración. Esta cooperación personal estrecha e íntima entre la dirección y los obreros constituye la esencia de la moderna administración científica (Taylor: pp. 133-134, 143, 1994).

Hacia los años de 1930, el segundo autor, con un enfoque más social y una preocupación humanista por el hombre en el contexto del progreso industrial del siglo XX, también se refirió específicamente a la cooperación como medio para lograr no solamente los fines de la empresa, sino que el hombre rescatara esa capacidad espontánea y natural para la cooperación con los demás seres humanos. Mayo reconocía que “la colaboración en una sociedad industrial no puede ser librada al azar”, en este sentido se refirió al problema de que en la sociedad industrializada, “no ha aparecido un esfuerzo para desarrollar una habilidad social o colaboradora que compense o equilibre el desarrollo técnico.” (Mayo, pp. 27-32, 1977).

Hasta hoy día el tema de la cooperación es una constante preocupación en el pensamiento administrativo, logrando ser interpretada de distintas maneras según corrientes y épocas. De manera similar a lo que ya se mencionó para los fundamentos económicos y religiosos, en cuanto a que no es posible trazar fronteras claras que los separen, ocurre con los fundamentos socio-psicológicos en relación con los fundamentos religioso-culturales, bien sea en su vertiente protestante o católica.


Otros aportes de las ciencias sociales, particularmente de la psicología y sus trabajos sobre el comportamiento humano, fueron retomados por el pensamiento administrativo, aunque de manera aislada, es decir, sin considerar el contexto o la teoría de origen en su totalidad. Según el autor Idalberto Chiavenato, aparecieron “nuevos conceptos, nuevas variables y, sobretodo una nueva visión de la teoría administrativa, basada en el comportamiento humano en las organizaciones (…) mientras que la sociología influyó profundamente en el estructuralismo —y más específicamente la sociología organizacional.” (Chiavenato, p.561, 1999). Entre los conceptos que se vienen señalando, se encuentran: motivación, liderazgo, comunicación, trabajo en equipo, entre otros. Más recientemente la antropología ha permitido reconocer las lógicas simbólicas y sociales que se tejen de manera específica dentro de las organizaciones, que van creando lo que se ha denominado cultura organizacional.

En el ambiente de tecnificación, industrialización y especialización del trabajo obrero, fue visible un ambiente de “abatimiento moral y de depresión obrera”, (Aktouf,

p. 219, 1998) lo cual evidenciaba que la visión del homo economicus Taylorista se quedaba corta frente a las necesidades e insatisfacciones de los obreros. Éstas no podían ser respondidas sólo desde lo salarial, pues el pensamiento administrativo de la época se percató de que “los elementos de orden afectivo y emocional eran tan importantes para el esfuerzo y la productividad, como los incentivos materiales” (Aktouf, p. 220,1998). En este contexto se hace necesario plantear el problema de la motivación, concepto que aparece en la escuela de las Relaciones Humanas hacia la década de 1930, orientado a las lógicas de una psicología organizacional preocupada especialmente por la relación entre los ambientes sociales de trabajo y la productividad de la empresa. Para la época era claro que los problemas de la administración no giraban simplemente en torno a los procesos de la mecanización y al incentivo económico, como lo plantearon inicialmente los teóricos de la Administración Científica, sino que también era necesario reconocer los fenómenos sociales y psicológicos que tenían lugar en las fábricas, desde perspectivas que no eran exclusivamente técnicas, sino desde las ciencias sociales.

Los nuevos conocimientos que se tenían sobre la motivación humana, particularmente los estudios de Abraham Maslow (1908-1970) y Frederick Herzberg (n. 1923)12, sirvieron al pensamiento administrativo para comprender, desde una perspectiva conductista, la motivación humana; conocimientos que la administración ha pretendido trasladar a la organización, no siempre de manera afortunada, para explicar e inducir en los trabajadores ciertas conductas que la benefician.

De esta manera puede concluirse que los planteamientos desarrollados desde la sociología, la psicología y la antropología han contribuido a perfilar conceptos como los de la cooperación, motivación y liderazgo, entre otros. Estos conceptos hablan de las dinámicas que suceden en las organizaciones y que no pueden explicarse exclusivamente desde perspectivas tecnicistas o productivistas, pues tienen gran contenido social y cultural que se refieren a lo inasible del ser humano.

CONSIDERACIONES FINALES

La administración ha estado tradicionalmente inscrita en una concepción de racionalidad pragmática, que reduce las posibilidades del saber a lo exclusivamente útil y productivo. En estas visiones tecnicistas, la administración se ha caracterizado por ser prescriptiva: un manual de recetas de cómo ser exitosos con la empresa, sin lugar a reflexiones sobre la responsabilidad ética y las consecuencias sociales y culturales que debe asistir a toda decisión empresarial.

Ser conscientes de los fundamentos teóricos de la administración, abre la posibilidad a los administradores de pensar su profesión no simplemente como un quehacer práctico que se restringe exclusivamente a una acción, programa, estrategia o moda, sino que implica actitudes de pensamiento, reflexión crítica y responsabilidad ética frente a las decisiones que se toman a diario en una sociedad que ha delegado en las organizaciones y en sus directivos, el manejo de recursos económicos, físicos, naturales y humanos.

Como se ha sugerido en este texto, los administradores son herederos de unas tradiciones prácticas y teóricas que han resultado de la construcción de diferentes ciencias y de trabajos de pensadores cuyo legado está atravesando el oficio diario de quienes dirigen las organizaciones. Desconocer o ignorar estas tradiciones de pensamiento es ignorar la complejidad de un campo de saber que ha requerido de muchos años de historia para conceptualizar el mundo de las organizaciones modernas y los retos que les significa a los administradores, con actitudes ético- políticas de responsabilidad social.

1 El presente texto se constituye en un documento de estudio para los alumnos que cursan los niveles uno y dos del programa de Administración de Negocios de la Universidad Eafit, dentro del área de Pensamiento Administrativo. Con el texto se pretende introducir al estudiante en el campo de algunos conceptos propios del área y de la bibliografía básica de la misma.

2 A finales del siglo XIX y principios del XX, la manera de hacer ciencia propia de las ciencias naturales se extendía de manera hegemónica al resto de las formas de conocimiento y particularmente a las ciencias sociales y a las formas de organización social. Sin diferenciar entre sus distintas corrientes teóricas (Comte, Saint-Simon, Stuart Mill y Spencer) el positivismo proponía que “el método de la ciencia, en cuanto es el único válido, se extiende a todos los campos de la indagación y de la actividad humana y la vida humana en su conjunto, ya sea particular o asociada, debe ser guiada por dicho método.” (Abbagnano: 1998, 936-937).

3 No es la postura de los autores promover en este artículo la idea del saber administrativo como ciencia, sino el reconocimiento de las condiciones históricas en que surgió la administración como saber, cuando Taylor la nombra como “ciencia” con su obra “Principios de la Administración Científica”, publicada en Estados Unidos en 1911. En otras palabras, la noción de saber administrativo aquí promovida, se compadece con la concepción Taylorista de la Administración como ciencia, y que históricamente supone una ruptura epistemológica con los problemas de la administración y de la gerencia como asunto meramente empírico, tal como sucedía hasta la Revolución Industrial.

4 Para ciertas corrientes contemporáneas de la epistemología y la historia de las ciencias, indagar por el carácter científico de la administración resulta pertinente, pero como se ha dicho, se opta por entender la administración como un “campo del saber” que se ha configurado históricamente en relación con otras ciencias y disciplinas. Para una mayor ilustración frente al tema, puede consultarse: Cornellá, Alfonso. “Es el management una ciencia?”. En: Revista EAN núm. 35, septiembre-diciembre 1998.

5 Junto con los mencionados autores, también hicieron parte de esta escuela Carl Barth (1860-1939), Harrington Emerson (1853-1931) y Lilian Gilbreth (1878-1961), quienes contribuyeron con sus conocimientos sobre aplicación de métodos y técnicas de Ingeniería Industrial, a la organización del trabajo en las fábricas. (Chiavenato: 1999, 50).

6 Los términos utilizados para denominar los fundamentos a los que se refiere este texto, han sido tomados de Omar Aktouf, a partir de los cursos de la Maestría en Ciencias de la Administración, Universidad Eafit, 2000.

7 Para la administración contemporánea, lo que interesa como objeto de estudio son las organizaciones en general, según la propuesta de autores como Omar Aktouf y Francisco López, dada la complejidad del mundo empresarial que trasciende el escenario inicial de la empresa orientada exclusivamente a la producción industrializada.

8 Cabe anotar que aunque Heilbroner hace la diferenciación entre sociedades organizadas por tradición y por autoridad central, las prácticas administrativas de ambas no son necesariamente excluyentes. En ellas la división social del trabajo, y otras prácticas administrativas, pueden darse de manera combinada por tradición y por autoridad central.

9 Para la sociología clásica funcionalista las clases sociales son los grandes agrupamientos de la sociedad dentro de los cuales existen subgrupos que contribuyen a su funcionamiento general. Las relaciones que se establecen entre las agrupaciones dan posibilidades de generar una conciencia de su lugar en la sociedad, “conciencia de clase”, y esto es particularmente visible en las sociedades modernas industriales a partir de la Revolución Industrial, donde las funciones técnicas y económicas juegan un mayor papel en la organización de la sociedad en su conjunto. (Gurvitch: 1963, 193).

10 El mundo capitalista moderno se instaura con la Revolución Industrial, entendida según Mijailov como “…el proceso del paso del trabajo manual, en el oficio y la manufactura, a la producción maquinizada (fabril). La principal consecuencia social de este proceso fue la formación de las dos clases fundamentales de la sociedad burguesa —la burguesía industrial y el proletariado fabril— y el surgimiento de la lucha entre ellas.” p. 13.

11 BARLEY, S y KUNDA, G. Design and Devotion: Surges of Rational and Normative Ideologies of Control in Managerial Discourse. En: Ad ministrative Science Quarterly, ASQ, núm. 37, p.92 (1992). De este documento existe una traducción en español Revista Innovar, Universidad Nacional Bogotá.

12 Abraham Maslow es considerado como uno de los mayores especialistas en el campo de la motivación humana. Con su obra Motivation and Personality, publicada en 1954, propone un modelo de jerarquía de necesidades humanas. Frederik Herzberg es uno de los teóricos norteamericanos cuyos aportes en el campo del comportamiento de las personas en el trabajo son reconocidos a partir de su obra Work and Nature of Man, publicada en 1966.

 

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