Revista del Centro de Investigación de la Unviersidad La Salle
Vol. 13, No. 50, julio-diciembre, 2018: 13-30
DOI: http://dx.doi.org/10.26457/recein.v13i50.1950

Apuntes para una fenomenología del dolor y el sufrimiento

Notes for a phenomenology of pain and suffering

Eduardo González Di Pierro1

1Instituto de Investigaciones Filosóficas “Luis Villoro”, UMSNH (México)

Correspondencia del autor: gonzalezdipierro@gmail.com

Recibido: 03 de junio de 2019 | Aceptado: 03 de junio de 2019 | Publicado: 19 de junio de 2019 |

Copyright © 2019 "Eduardo González Di Pierro." Este es un artículo de acceso abierto distribuido bajo la Licencia de Atribución de Creative Commons, que permite el uso, la distribución y la reproducción sin restricciones en cualquier medio, siempre que el trabajo original se cite correctamente.

Resumen:

La enunciación misma del título de este escrito, anuncia ya lo difícil y problemático del mismo. En efecto, el dolor humano, en sus diferentes formas, manifestaciones y niveles ha sido objeto de tratamiento por parte de diferentes disciplinas, de la literatura a la medicina, de la filosofía a la psicología, de la teología a la antropología, etcétera.

Este trabajo abordará esta problemática y su concomitante, no menos tortuosa y compleja, a saber, la del sufrimiento, desde un punto de vista filosófico y, más específicamente, fenomenológico, utilizando como marco teórico la apropiación personal de algunas tesis de Agustín Serrano de Haro, Miguel García Baró, Stanislaw Grygiel y Antonio Damasio.

La justificación de tal elección se debe, principalmente, a la importancia que la fenomenología le concedió, si no desde un inicio de su formulación, sí durante buena parte de su gestación y, desde luego, en una gran porción de los epígonos que se derivaron del núcleo husserliano original, al tema de la corporalidad y las estructuras de la afectividad inherentes a él, revalorando una problemática que, durante buena parte de la modernidad, con interesantes pero aisladas excepciones, había sido olvidada como problema filosófico digno de análisis, es decir, el cuerpo, su poder de ser afectado en sentido negativo, y la elaboración o reflexión de tal afectividad y pasividad que condujeron pronto a una profunda reflexión acerca del significado de la vida, la muerte, el dolor y el sufrimiento, más allá de una perspectiva meramente biológica, cientificista o naturalista.

Se intentará presentar una perspectiva general sobre el significado del dolor humano en relación con el sufrimiento, tratando de distinguir entre ambas instancias; después me centraré principalmente en lo que podemos denominar una “fenomenología del dolor y el sufrimiento” y, finalmente, cerraré con una reflexión acerca del problema del sentido de estas vivencias —que fenomenológicamente eso son—, respondiendo a la cuestión de si el dolor humano y el sufrimiento concomitante posee un significado y existe un sentido en él, o bien, se trata de un elemento puramente negativo, que el ser humano debe evitar a toda costa. El análisis aquí, obviamente, no se conduce en el nivel puramente descriptivo del fenómeno del dolor y el sufrimiento, sino que trata de dar cuenta del significado y el sentido de tal fenómeno, a partir de la apropiación de diferentes autores significativos al respecto, no todos necesariamente fenomenólogos, e ir más allá del plano inmanente del mecanismo de la afección dolorosa y su respuesta, así como ir más allá del sufrimiento como una mera expresión de pasividad o receptividad de la corporalidad humana en respuesta al fenómeno doloroso.

Palabras clave: dolor; sufrimiento; fenomenología; corporeidad; sentido.

Abstract

The same enunciation of the title of this writing, already announces how difficult and problematic it is. Indeed, human pain, in its different forms, manifestations and levels, has been the object of treatment by different disciplines, from literature to medicine, from philosophy to psychology, from theology to anthropology, etc.

This article will approach this problem and its concomitant, no less tortuous and complex, namely the suffering, from a philosophical point of view and, more specifically, phenomenological, using as a theoretical framework a personal appropriation of some theses by Agustín Serrano de Haro, Miguel García Baró, Stanislaw Grygiel and Antonio Damasio.

The justification for this choice is mainly due to the importance that phenomenology granted him, if not from the beginning of his formulation, during a good part of his gestation and, of course, in a large portion of the epigones that were derived from the original Husserlian nucleus, to the subject of corporality and the structures of affectivity inherent to it, reassessing a problematic that, during a good part of modernity, with interesting but isolated exceptions, had been forgotten as a philosophical problem worthy of analysis, that is, the body, its power to be affected in a negative sense, and the elaboration or reflection of such affectivity and passivity that soon led to a deep reflection about the meaning of life, death, pain and suffering, beyond a mere perspective biological, scientist or naturalist.

It will be try to present a general perspective on the meaning of human pain in relation to suffering, trying to distinguish between both instances; then I will focus mainly on what we can call a "phenomenology of pain and suffering" and, finally, I will close with a reflection on the problem of the meaning of these experiences -that phenomenologically they are-, answering the question of whether human pain and the concomitant suffering has a meaning and there is a sense in it, or it is a purely negative element that the human being must avoid at all costs. The analysis here, obviously, is not conducted on the purely descriptive level of the phenomenon of pain and suffering, but rather tries to account for the meaning and meaning of this phenomenon, based on the appropriation of different significant authors in this regard, not all necessarily phenomenologists, and go beyond the immanent plane of the mechanism of the painful condition and its response, as well as going beyond suffering as a mere expression of passivity or receptivity of human embodiment in response to the painful phenomenon.

Keywords: pain, suffering, phenomenology, corporality, meaning.

1. Dolor y sufrimiento. Aproximaciones preliminares.

De lo que se trata es de dar cuenta del nivel filosófico de trascendencia que existe detrás de los fenómenos o vivencias que nosotros conocemos bajo el nombre de dolor y de sufrimiento, o algunos otros estados derivados de éstos, algunos de los cuales a veces son considerados como sinónimos, aunque no siempre de manera correcta. Diremos que, sin renunciar al imprescindible registro conceptual que todo discurso filosófico, si es tal, debe poseer, se privilegiará, a través de la perspectiva fenomenológica preanunciada, el análisis de estas vivencias humanas en tanto tales, describiendo y reflexionando sobre lo que sucede cuanto estamos ante ellas, antes que se vuelvan conceptos o contenidos representativos de dichas vivencias.

Diremos, siguiendo a Antonio Damasio (2007), que el dolor es “la consecuencia de un estado de disfunción local en un tejido vivo, la consecuencia de un estímulo que causa la sensación de dolor, pero que provoca también respuestas reguladoras como los reflejos, y puede también inducir emociones por su cuenta” (pág. 93). Por supuesto, esta definición, como otras similares, se enfocan en la cuestión del dolor físico, aunque sustituyendo lo de “tejido vivo” por “ánimo”, “espíritu”, incluso “conciencia”, u otras semejantes, la definición podría mantenerse. Y es que, bajo la óptica personal, coincido con el planteamiento de Miguel García-Baró (2006), para quien “hay dolor verdadero cuando lo que el hombre experimenta es la presencia auténtica del mal, y los restantes dolores y sufrimientos y molestias son sólo signos, ecos o preanuncios del dolor” (pág. 41). Es decir, el dolor está constituido por la concreción de la experiencia del mal —mal físico, mal espiritual, pero, finalmente, mal—; privatio boni, para decirlo con san Agustín. Por eso podemos hablar de “estar mal” o “sentirse mal”, es, auténticamente, “sentir el mal”.

Y es que, en esta experiencia del mal que significa “sentir dolor”, la primera cuestión compleja que se nos presenta es la de poder distinguir realmente entre los datos de la percepción, las sensaciones y los contenidos de tipo simbólico y representativo de tales datos que están ligados, mayormente, con la dimensión subjetiva de cada persona. Es por ello que, cuando hablamos del dolor, aun limitándonos únicamente al dolor físico, no podemos quedarnos con una interpretación de carácter meramente fisiológico o biológico, porque siempre le faltará la componente experiencial subjetiva de la vivencia de cada persona humana, que es diferente en cada caso, por lo que una lectura reductiva, de corte bio-fisiológico, no podría suministrarnos ni la razón de ser, ni la esencia de la vivencia del dolor y el sufrimiento en su totalidad, y, mucho menos, el sentido –o sinsentido- de tal experiencia a nivel de la existencia.

Realidad muy compleja, pues, en la experiencia del dolor vemos interactuar de manera evidente elementos físicos y psíquicos, así como espirituales, dando cuenta clara y objetiva de la validez de la concepción que la Fenomenología tiene sobre la estructura de la persona humana, un ser que posee las siguientes dimensiones, a saber: el cuerpo en sus dos aspectos (explicar la distinción entre Körper y Leib), Psique y Espíritu. Tal estructura es encontrada, mutatis mutandis, en todas las concepciones de la fenomenología, a partir de la formulación que de ella hace Edmund Husserl en el segundo volumen de sus Ideas para una fenomenología pura y una filosofía fenomenológica, y de la que abrevarán importantes teóricos de la escuela fenomenológica como lo fueron, entre varios, Edith Stein, Dietrich von Hildebrand, Alexander Pfänder, y también Max Scheler, Merleau-Ponty, Michel Henry y el propio Paul Ricoeur.

Ahora bien, se suele relacionar siempre el dolor con el sufrimiento. Y aquí tampoco la cuestión es sencilla, porque la vivencia que denominamos bajo el nombre de sufrimiento, no coincide con el dolor mismo, sino que es excedente respecto de él, es decir, el sufrimiento va más allá de la experiencia dolorosa, la trasciende. El principal elemento diferencial entre dolor y sufrimiento, aunque ambos obviamente están en línea de continuidad, es que el significado primario del dolor no queda agotado en su función de revelar un mal, a nivel físico, por ejemplo, una enfermedad. En palabras de Stanislaw Grygiel (1995), gran pensador polaco, “En el dolor, entonces, se revela al hombre no sólo la enfermedad, sino también el estado de hecho de su ser. […] En el dolor, salen a la luz la enfermedad y la muerte a la que la enfermedad remite. […] Se ha despertado en él (en el hombre) la Memoria, que no habla solamente de los males pasados y de los momentos de felicidad perdidos, sino también, y esto es lo peor, prevé las aflicciones por venir: esto ciertamente se repite, y además termina con la muerte. A este dolor doy el nombre de sufrimiento” (págs. 12-28)2. Más adelante volveremos, a través de esta definición y de la concepción del propio Grygiel, a la cuestión del sufrimiento en relación a su sentido.

Siguiendo con la necesidad de dar cuenta de la no coincidencia de ambas vivencias, dolor y sufrimiento, sufrimiento y dolor, diremos también que, mientras que el dolor es esa experiencia primaria ya descrita del mal, dirigida por una sensación particular hacia nuestro ser –físico o psíquico-, el sufrimiento es la elaboración a nivel de la conciencia de tal experiencia. En el proceso ya descrito en la cita anterior de Grygiel, podemos percatarnos de que, cuando nosotros hemos logrado paliar o incluso calmar definitivamente un dolor, esa sensación de amenaza constante, ese despertar de la conciencia acerca de nuestra vulnerabilidad, de nuestra fragilidad, genera la revelación de nuestro propio ser: mortal, caduco y susceptible de otros dolores posibles, aunque ese o aquel dolor particular hayan desaparecido. El sufrimiento hace su aparición en este momento, a ello se refiere, es ésta la experiencia del sufrimiento, desencadenada por la experiencia de dolor, que sería, entonces, su base o punto de partida.

2Las traducciones de esta fuente son propias.

2.- Fenomenología del dolor y el sufrimiento.

Estamos ahora en condiciones de mostrar una posible fenomenología del dolor y el sufrimiento, una vez que nos hemos aproximado, aunque de manera muy general y panorámica, a tales vivencias.

Respecto del dolor, es claro que la mayor parte de las ejemplificaciones y consideraciones se centran en el dolor físico, corporal, pero no excluimos otras formas o manifestaciones del fenómeno doloroso, como ya avanzamos. Esto es porque, a nivel bioético, el enlace o puente entre las ciencias biológicas, médicas y el ámbito filosófico, nos lo suministra justamente el dolor corpóreo como fuente primigenia de lo que luego llamamos sufrimiento, de tal manera que, para tener un lenguaje y una perspectiva común, elegimos con mayor facilidad el dolor en su dimensión físico-corpórea. Y es que el dolor físico parece ser el más consciente de todos los fenómenos corporales, aquel que mayor atención de la conciencia merece, y que despliega posibilidades enormes para la comprensión no sólo de su propio mecanismo, sino de la constitución del ser humano en general. Un análisis fenomenológico, como el que predominantemente nos proponemos aquí, permite destacar los rasgos distintivos del dolor y el sufrimiento, a través, a su vez, de un método de comparación con otro tipo de experiencias negativas de afección.

En primer lugar, en fenomenología, el dolor ha de considerarse en el sentido de lo que esta corriente de pensamiento fundada por Edmund Husserl en los albores del siglo pasado le atribuye al término fenómeno, es decir, no como mero “contenido que aparece”, sino como hemos anticipado, en el sentido de vivencia, experiencia consciente; desde luego que, en segundo grado, por así decir, el dolor puede tener el carácter de una “aparición objetiva”.

Nos valemos de algunas consideraciones vertidas por Agustín Serrano de Haro, gran autoridad en el ámbito fenomenológico hispanoamericano, con el cual tuvimos oportunidad de alternar en un curso impartido por él hace algunos años en Morelia acerca del tema que hoy nos ocupa. Coincidimos en casi la totalidad de los planteamientos de Serrano de Haro, y es por ello que nos apropiamos en parte de su lúcida interpretación y exposición del fenómeno llamado dolor y su relativo del sufrimiento, en tanto que vivencias corporales y espirituales3 .

Serrano, a su vez, sigue las consideraciones del gran antropólogo y psicólogo holandés Frederik Buytendijk, quien escribiera un libro de gran alcance para nuestra temática, titulado “El dolor. Psicología, fenomenología, metafísica” del que existe traducción al español en la Revista de occidente en 1958. A pesar de que este gran hombre de ciencia holandés no se formara en el seno de la escuela fenomenológica, bien pronto se vio influido por ésta, en buena parte a través de su relación con el gran pensador Max Scheler, a quien también haremos referencia inevitable, debido a sus importantes análisis sobre estas vivencias, que se constituyen paralelamente a los hallazgos de Husserl, y que confirman muy bien la objetividad y validez del método fenomenológico. En este texto, Buytendijk supera la clásica oposición dicotómica por la cual el dolor es, simplemente, el antónimo del placer. Para él no son y no pueden ser términos contrarios, en primer lugar, porque la presencia efectiva de uno de ellos no implica, necesariamente, la ausencia del otro, además de que, analizando bien cada vivencia, podemos percatarnos, y esto lo digo a título propio, de que poseen estructuras asimétricas. Así, de acuerdo con Buytendijk, se dan cuatro experiencias negativas o lo que se puede denominar como “sentimientos de displacer”: en primer lugar, las impresiones desagradables de los sentidos; en segundo lugar, los sentimientos vitales de displacer (como el frío, el cansancio, el hambre, la sed), que se transforman, necesariamente en estados subjetivos; en tercera instancia se presenta el dolor agudo y crónico, predominantemente físico; finalmente, como cuarta experiencia, se da lo que él denomina “sufrimiento espiritual”, que es una forma de dolor, pero un dolor genérico y difuso del ego, de la existencia misma, del alma y se relaciona con un acontecimiento justamente doloroso o “penoso”, de ahí que se denomine comúnmente también como pena.

Como podemos ver, antes de continuar con el análisis citado, en esta tipificación de Buytendijk, la distinción entre el dolor y el sufrimiento se da en un plano de continuidad, distinguiéndose solamente entre sí por su objeto: mientras que para él el dolor es casi absolutamente corporal, el sufrimiento se refiere al plano espiritual de la estructura personal. No hay dolor físico que se manifieste “en la totalidad del cuerpo”, por grande que sea y parezca afectar a todo nuestro cuerpo, quien lo siente puede identificar dónde se encuentra el origen del fenómeno doloroso; otra distinción entre ambos, es que, mientras que en el dolor físico localizado lo que hay es un exceso de la aflicción y así lo percibe el sujeto, en el caso del sentimiento de displacer existencial o vital si se quiere, el sujeto lo que percibe es una falta, una ausencia. Mientras que el displacer vital llamado sufrimiento sabe cuál es su objeto e incluso la causa de su estado, justamente porque se trata de una falta, (en el caso del hambre, la comida, en el caso del frío, las ropas o mantas, etc.), cuando hablamos de dolor físico, no siempre se da con claridad esta advertencia, ocurre más bien que el sujeto que lo padece no sepa cuál es el bien al que aspira para el alivio, lo que explica la tesis mostrada, en el sentido de que el dolor físico no es vivido ni asumido como una falta, sino como un exceso, algo que le “sobra” al ser humano que lo siente. Distinción esta que, aunque puede matizarse, me parece válida y de una fineza y agudeza extraordinarias para tipificar una distinción entre el plano del dolor y el sufrimiento, además de las otras mencionadas y que se mencionarán más adelante.

Hay una revelación de la corporalidad gracias al dolor físico. De acuerdo con el pensador guía de esta exposición –y la de Serrano, por consiguiente- el dolor fuerte, agudo, posee una localización propia y provoca una mirada introspectiva del que lo padece. La interpretación de Serrano de Haro al respecto es que “quien padece el dolor, de inmediato se mueve hacia la supresión o el alivio del padecimiento”. El cuerpo mismo es el que atiende el llamado del dolor corpóreo. En este sentido coincide Gryigiel cuando dice “el dolor me pone en diálogo con mi cuerpo. En este diálogo me vuelvo pregunta acerca de la totalidad de mi ser” (Griygiel, 1995, pág. 13), pero coincide sólo por lo que se refiere a lo dicho sobre que el dolor físico implica una revelación de la corporalidad, pues, para Grygiel, a diferencia de la visión de Buytendijk y, por consiguiente, de Serrano de Haro, el dolor es siempre dolor de todo el ser humano, no sólo de una parte. Para el filósofo polaco, cuando nos duele un oído o un diente, éste dolor, si bien localizado, permea a toda la persona humana, pues “el dolor de oído me aflige a mí, no al oído” (Griygiel, 1995, pág. 13). En este trabajo, por parte, se considera que se trata de un problema más de términos que de contenido conceptual real, porque se cree que Buytendijk estaría de acuerdo más o menos con esta ejemplificación, sólo que lo que Grygiel sigue llamando dolor, en el holandés se vuelve sufrimiento o “displacer vital”. Considero que la cita de Grygiel es un tanto inexacta, porque, si bien es verdad que el dolor de oído me concierne a mí, como persona, en mi totalidad, es cierto también que puedo identificar la causa primigenia que desencadena ese “concernir” en un segundo momento, y es el dolor al oído, antes que a la totalidad personal.

Lo que sí se puede señalar, siguiendo todas estas consideraciones, es que la correlación dolor-sufrimiento, o, si se quiere, dolor-displacer vital, no es absolutamente necesaria, aunque casi siempre se manifiestan ambos. Hay dolor corporal que, por así decirlo, no alcanza a turbar al espíritu y, entonces, no estaría acompañado del concomitante sufrimiento. Sin embargo, no es lo más común, pues basta que la intensidad del dolor aumente para que éste sea objeto de mayor atención por parte del que lo siente, y esta atención constituye un fenómeno de carácter espiritual.

Y así, además, pueden agregarse a un dolor originario, diferentes impresiones desagradables del cuerpo, como puede ser la comezón, entumecimientos, etc.

Serrano de Haro contrasta la propuesta de Buytendijk con la de Max Scheler, como ya dijimos líneas arriba; en su importante libro “El formalismo en la ética y la ética material de los valores”, Max Scheler clasifica al dolor de la siguiente manera. En primer lugar, se dan los afectos sensibles, tales como el hambre, la sed, el frío, etc. A continuación vienen los sentimientos corporales o vitales, como el vigor físico y su correspondiente decaimiento físico. En tercer lugar, tenemos a las emociones anímicas del yo, como cuando decimos “yo estoy triste” y, finalmente, los sentimientos espirituales que, aunque Scheler no lo dice en esos términos, bien pueden corresponder con las afecciones vitales o lo que hemos venido denominando propiamente sufrimiento.

Respecto de la localización del dolor, Scheler afirma que carece de toda referencia a la persona y sólo de un modo doblemente indirecto se refiere al yo. En el presente trabajo no se está de acuerdo con esta tesis, que igualmente es rechazada por Serrano de Haro, en el sentido de que no se puede encontrar una evidencia fenomenológica, estrictamente hablando, de ese carácter mediato del dolor; y es que Scheler basa su afirmación, hasta donde puedo entender, en el hecho de que como el dolor se manifiesta en una parte corporal determinada e identificable, entonces la referencia de ese dolor al yo tiene que ser necesariamente indirecta. De la tesis de Buytendijk se desprende, en cambio, la posición opuesta, pero sin llegar al extremo de la postura que hemos mostrado en Griygiel, es decir, para Buytendijk el yo sería como el objetivo que ha sido encontrado, por lo que “el estado afectivo es indiscernible del estar padeciéndolo”, lo que no significa, para él, que, como para Grygiel, el dolor sea dolor de la totalidad de la persona, aunque aflija a una parte de ésta.

Lo que ocurre es que el dolor afecta, es verdad, una parte orgánica perteneciente al yo, y ese sentido, y sólo en ese sentido, es que comporta una mediatez; por lo demás, la afección dolorosa no es padecida propiamente por la parte orgánica, sino por el yo, por lo cual es fenomenológicamente inmediato para la persona. Por eso el dolor, para la fenomenología, no puede ser mera pasividad, mera receptividad, porque, precisamente, el yo se dirige inmediatamente hacia el dolor, en actitud intencional.

En cambio, para Scheler, los estados afectivos son claramente diferentes de los sentimientos, afirmando que el yo no se autopercibe cuando los padece. Para él, todo estado afectivo es informe. Esta perspectiva es también rechazada tajantemente por Serrano de Haro, por lo ya dicho, porque la afección no puede ser más que sufrida por un yo personal, por lo que, cuando siente dolor, se siente a sí mismo. Para que se dé un movimiento del yo, ha de darse, ineludiblemente, un movimiento del cuerpo, por lo que ambas instancias no pueden desligarse. Durante la exposición de Serrano de Haro, surgió la pregunta acerca de qué es entonces lo que sucede en el caso de un faquir, o un monje tibetano, por ejemplo, a los que se infligen estímulos dolorosos, desde la célebre “cama de clavos” hasta el prenderse fuego a sí mismo. La respuesta que se dio, de manera colectiva, de acuerdo con los análisis seguidos es que al parecer estas personas no sienten, o pretenden no sentir el dolor. Mientras que en la posición scheleriana el dolor es, por así decir, un objeto informe que está esperando que el yo se dirija hacia él de manera intencional, para Serrano de Haro el dolor se constituye como tal precisamente porque duele, es decir, porque nos afecta.

A este respecto, para concluir este apartado, nos parece interesante la posición del neurocientífico Antonio Damasio, ya citado al inicio. Para él, en una visión que consideramos hasta cierto punto reduccionista, “las emociones pueden ser causadas por el mismo estímulo que causa al dolor, pero constituyen un resultado distinto de esa misma causa. Después, podemos llegar a saber que tenemos dolor, y que estamos teniendo una emoción asociada al dolor, con la condición de que la conciencia esté presente” (Damasio, 2007, pág. 94)4. Damasio pone el ejemplo de cuando nos hemos quemado los dedos con una sartén caliente, y da una descripción, en términos neurobiológicos, de lo que nos ha acontecido, y donde, en sus palabras “teníais dolor y podíais haber también sufrido por ello”; una vez realizada esta descripción, analítica y en términos técnicos pero bastante accesibles, la conclusión a la que quiere llegar, y el asunto sobre el que quiere llamar la atención es como sigue: “¿todas o algunas de estas configuraciones neurales de tejido dañado se pueden identificar con vuestro saber de tener un dolor? Y la respuesta es: verdaderamente no” (Damasio, 2007, pág. 96). Lo que sucede es que, para Damasio, hay también una especie de independencia entre el estímulo doloroso y lo que llamamos sufrimiento como elaboración que, de acuerdo con él, es siempre posterior a la experiencia de dolor primigenia. Todo ello, para demostrar que el dolor no es, estrictamente una emoción, sino que son dos fenómenos relacionados, donde la emoción se da como resultado del dolor5.

En cierto sentido, los análisis fenomenológicos llevados a cabo por Serrano de Haro y compartidos por quien les habla, no están completamente alejados de la perspectiva damasiana, a pesar de que, como ya he dicho, ésta tiende a cierto reduccionismo biologicista. Para Serrano de Haro, el dolor corporal convoca a la atención, exige un cierto grado de atención. “El dolor hace mella en la capacidad de atención”, según sus palabras. De este modo, es posible realizar una clasificación del dolor físico de acuerdo con el grado de incidencia en el campo atencional; así, habría cuatro tipos de dolor. El primero se refiere a los dolores agudos extremos, en que la capacidad de atención se encuentra casi completamente socavada, destruida por su intensidad, de tal manera que los objetos y horizontes atencionales se desdibujan, y la capacidad de juzgar claramente se pierde por completo, como cuando estamos “retorciéndonos de dolor”. El segundo tipo está constituido por dolores agudos que no obnubilan por completo el acto de atención, pero lo convocan de una manera tal, en forma de emergencia y anormalidad, que ocupan de manera instantánea e inmediata el primer plano de la atención, trastocando la relación del yo con el mundo, pero sin que se impida totalmente la capacidad de juicio. El tercer tipo tiene como contenido al dolor soportable y co-atendido. Su intensidad, desde luego menor que los dos tipos anteriores, no altera significativamente el acto atencional. El dolor aquí, sería, por decirlo de algún modo, paralelo a la atención, la acompaña, sin riesgo para ésta de ser destruida por aquél, y sin llamarla por completo a primer plano. Finalmente, el cuarto tipo, referido al dolor como molestia. Este tipo es tan débil y tenue que se encuentra como horizonte en segundo o tercer plano, sin que exija mayor nivel de atención, manteniéndose la atención general y la capacidad de juzgar prácticamente intactas.

Luego de estos análisis de corte fenomenológico, podemos proceder a exponer la última parte de la intervención de este artículo, a saber, el problema del significado o, mejor, del sentido de la vivencia dolorosa y el sufrimiento, ya descrito también como displacer vital.

3 Cuando citemos a Serrano de Haro en estas consideraciones, utilizamos las notas del curso impartido por éste en mayo de 2012, en la Facultad de Filosofía de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, titulado “Fenomenología del cuerpo y del dolor físico”. Tratándose de apuntes personales del autor de este artículo, la responsabilidad del contenido de las citas es de él, por lo que cualquier error, omisión, mala inter-pretación, etc. en las consideraciones de Serrano de Haro, son responsabilidad de quien esto escribe, y de ninguna manera imputables a Serrano.

4 La traducción y las cursivas son propias.

5 La argumentación de Damasio prosigue de la siguiente manera: “Curiosamente, sin un vosotros, es decir sin vuestra conciencia, sin un sí y sin un saber relativo a sartenes calientes y quemaduras en los dedos, el rico aparato de vuestro cerebro, privado del sí habría de cualquier manera utilizado las configuraciones neurales nociceptivas generadas por el daño a los tejidos para producir un cierto número de respuestas útiles. Por ejemplo, el organismo habría sido capaz de alejar el brazo y la mano de la fuente de calor en unos cuantos cientos de milisegundos desde el comienzo del daño, un reflejo mediato del sistema nervioso central. Nótese, sin embargo, que el sujeto de esta última frase es el “organismo” y no “vosotros”. Sin un saber y sin un sí, no habríais sido exactamente “vosotros” en retraer el brazo.

3.- El sentido del dolor y el sufrimiento

Sin abandonar completamente el marco fenomenológico, diremos que esta problemática es abordada de manera más amplia y general, bajo la forma de la pregunta filosófica fundamental que le subyace: “¿por qué el dolor? ¿por qué el sufrimiento?”. Ya se manifestó al inicio, a través de una cita de Miguel García-Baró, que la experiencia del dolor es la experiencia de la presencia auténtica del mal, por lo que tal pregunta sería el corolario de la pregunta fundamental que ya aquejara a San Agustín en los inicios de su propio filosofar: Si Deus est, unde malo?

Se partirá diciendo que la experiencia del dolor es importante para el mantenimiento de la vida humana. Si no tuviéramos dolor, significaría una completa ausencia de sensibilidad, por lo que los peligros y amenazas que constantemente evitamos de manera aparentemente inconsciente, acabarían haciéndonos un daño mayor, hasta la completa descomposición de nuestra relación con el mundo, es decir, la muerte. De paso, esta ausencia de sensibilidad, no permitiría experimentar el placer como algo, si no opuesto, sí muy distinto en relación de oposición y alejamiento, del dolor.

Existe, además, en la vivencia dolorosa y sufriente –a partir de este momento me referiré a una u otra indistintamente o a ambas, pues ya las hemos distinguido- un desafío importante para la razón instrumental, el cálculo costo-beneficio que impera mayormente en nuestro tiempo y sociedades. Por supuesto, ni la enfermedad, con los dolores que puede conllevar, ni el sufrimiento de ella desprendido, ni eventualmente el horizonte de la muerte como desenlace último son objeto de esta racionalidad contemporánea, calculadora e instrumental. En palabras nuevamente de Grygiel (1995): “Éstos [sufrimiento y muerte], exigen del hombre un trabajo totalmente distinto, un trabajo extraordinariamente difícil que consiste en luchar consigo mismo y en buscar la salvación de su propio ser amenazado por la muerte” (págs. 12-13). Y es que la pregunta por el sufrimiento implica la pregunta por la propia existencia, es decir, se trata de la pregunta por lo más importante del ser humano, que ya no se debate en preguntas de segundo grado, por llamarles de algún modo, o en el ámbito de la dispersión, el entretenimiento, las diversiones, ámbito que permea e incide en la mayor parte de las sociedades contemporáneas de corte occidental, y en el que la mayoría de los seres humanos se pierde y permanece, sin llegar casi nunca a esa pregunta fundamental por su propio ser y el sentido de su propia existencia. Digamos que, permítaseme esa expresión, la via dolorosa es un camino privilegiado para acceder al nivel de la pregunta esencial por nuestro propio ser; una vía aparentemente negativa, pero que no se resuelve en la pura negatividad, porque acaba afirmando nuestra condición de finitud, de vulnerabilidad, de labilidad, con una conciencia que únicamente la experiencia del dolor y el sufrimiento puede llegar a extraer en su dimensión más profunda.

Ante la inevitabilidad del acontecimiento del dolor físico, bajo la forma, por ejemplo, de la enfermedad y de la muerte, surge la pregunta por el sentido mismo de la existencia, no sólo la pregunta por el sentido de estos fenómenos. Podemos percatarnos muy bien que, en nuestro panorama contemporáneo y nuestras culturas, “enfermedad” y “muerte” parecen ser ideas en las que no hay que pensar, conceptos que hay que “ocultar”, algo de lo que hay que evitar hablar, como si no formara parte esencial de la realidad humana en nuestro existir cotidiano. Los medios masivos de comunicación, la hiperinformación, el advenimiento de las nuevas tecnologías usadas no como medios sino como fines en sí mismos, han creado una cultura ficticia, en la que cada uno de nosotros no puede tener defectos ni físicos, ni psíquicos, en que la pura apariencia es considerada valor supremo y donde los innegables valores como el de la salud y el bienestar son elevados en un grado que no corresponde al de su relación auténtica con el ser humano, donde el dolor no es per se pura negatividad, lo que no significa que no deba apelarse a la ciencia médica para aliviarlo o incluso evitarlo; sin embargo, respecto de esto último, no se trata de evitar el dolor y el sufrimiento a toda costa, como parece ocurrir en muchas sociedades actuales, en donde lo que hay es una afirmación vana del sí mismo y su poder, antes y por encima de los otros, de los demás. Y esto me da ocasión para volver a las consideraciones de Miguel García-Baró. Nos dice el filósofo español: “[…] ningún dolor supremo tiene por objeto a quien lo sufre. El mayor de los males que a mí solo me afecta no causa, de ninguna manera, un dolor supremo, porque no es un verdadero ejemplo del mal a secas.[…] Esto significa que la experiencia originaria del mal es el dolor por el sufrimiento del otro” (García-Baró, 2006, pág. 41) Aunque luego García-Baró utiliza esta concepción para radicalizar su idea de que el mal ha de ser combatido a toda costa, y, por ende, pareciera adscribirse al filón de quienes tratan de evitar a toda costa dolor y sufrimiento, pues uno y otro son formas de la experiencia del mal de acuerdo con él, no es exactamente así, pues sigue revelando, de cualquier modo, la importancia de la pregunta por el sentido y el significado de estas vivencias, aun cuando su intento de respuesta sea diferente; por el contrario, en la actitud de varias de las filosofías y corrientes posmodernas, no hay ni siquiera en su horizonte la pregunta por este sentido; del dolor y del sufrir, de lo negativo, del límite, del mal mismo, no hay que hablar, hay que hacer como si no existieran. Nuestra posición está completamente en las antípodas.

Esta reflexión sobre el panorama cultural actual hace surgir al menos dos actitudes y posiciones que las personas pueden adoptar frente al dolor y el sufrimiento; la primera es la de que es importante recurrir a toda la tecnología posible para eliminar cualquier tipo o vestigio de enfermedad y toda causa posible de muerte, sin que exista límite alguno en esta recurrencia a la ciencia y la tecnología; la segunda, que considera a la medicina y los avances científicos como herramientas, como medios importantes, esenciales, pero que tienen límites que hay que reconocer, como instancias fundamentales que, aunque pueden disminuir o aliviar al dolor, sin embargo, no pueden suprimir la experiencia del sufrimiento que implica el estar vivos, y menos aún evitar la muerte.

Surge el problema y la pregunta por el sentido del dolor y del sufrimiento porque éstos, sobre todo el segundo, en tanto displacer vital como lo hemos descrito a través de Buytendijk, no pueden ser aliviados con métodos técnicos; en palabras de Grygiel (1995): “ninguna diversión y ninguna píldora responderán al que el hombre es magna quaestio, porque ninguna diversión ni ninguna píldora pueden sustituir para el ser humano la alteridad de Dios” (pág. 13).

Es inevitable, cuando se habla del sentido del dolor y el sufrimiento, evocar el ejemplo histórico-literario-cultural quizá más paradigmático al respecto, es decir el de Job. Litros de tinta se han vertido sobre este personaje bíblico y su personal vicisitud llena de dolor y sufrimiento, que lo llevan a un diálogo consigo mismo, pero sobre todo, con esa alteridad radical que es Dios, y en el que Job cree profundamente, aun con el titubeo y la duda que le produce la avalancha de dolores y sufrimientos. Es nuevamente Grygiel quien nos da una luz interpretativa que hacemos nuestra, respecto del dolor y el sufrimiento de Job y su búsqueda de sentido y significado. Sintetizando, de acuerdo con Grygiel, Job inicia preguntándose, como ya indicamos, sobre sí mismo, pero esta preocupación por su propio ser se vuelve muy pronto la pregunta por Dios, como siglos más tarde ocurrirá con san Agustín, quien al interrogarse, como ya evocamos, sobre el mal, dirige su pregunta sobre Dios; cuando Job se ve frente a la muerte, nos dice Grygiel, se percata, entre otras muchas cosas, que aquello que él consideraba su propiedad, no es en realidad suyo, y esto se aplica respecto de su propio ser, del que se percata que le ha sido donado por Otro, y que esta donación ha sido por un tiempo determinado, de tal forma que, a través de esta constatación, Job empieza a dar sentido no sólo a su existir y los dolores y sufrimientos en él contenido, sino a la propia muerte, en un inicio considerada como el modelo perfecto del sinsentido.

Lo anterior significa que, en buena parte, la verdad de la vida humana proviene de la inevitabilidad de la muerte; pero también que esta verdad, antes de la muerte, está impregnada por una conciencia o, mejor dicho, autoconciencia de nuestra finitud y fragilidad que da cuenta entonces del significado posible de los diferentes dolores y sufrimientos que se hallan en nuestro vivir. Escribe Grygiel (1995) al respecto: “La filosofía que no nace en el sufrimiento no ve al mundo como realidad orientada hacia la trascendencia, borra la libertad y la responsabilidad de la persona humana. Tal filosofía puede ser todo menos una amistad de la sabiduría (filo-sofía)” (pág. 13).

Concluimos enfatizando, entonces, que la experiencia del dolor junto con el de su elaboración consciente, el sufrimiento, constituye una oportunidad para intentar comprender mejor la constitución del ser humano que se pone la pregunta por el sentido de tales vivencias, al mismo tiempo que la constitución de los otros que le rodean, que, a su vez, pueden constituirse como acompañantes en esta misma búsqueda por el significado y sentido de la aflicción y la pena, tanto física como espiritual. El preguntarse por el significado y el sentido implica la búsqueda de la verdad del ser mismo de la persona humana; sólo aquellos que tienen el valor de enfrentarse a estas realidades y preguntarse por ellas, puede realmente ser consciente de sí mismo, esto es, conocerse auténticamente y, por ende, vivir en sentido profundo y pleno del término. Preguntarse es entrar dentro de sí mismo, y poder ver cómo se es a través de la experiencia del sufrimiento, implica igualmente desencadenar el verdadero dolor, porque a través de la experiencia de la imposibilidad de relacionarnos con lo real, podemos darnos cuenta del dolor que genera la conciencia de nuestra propia estructura óntica u ontológica, de nuestro ser limitado, de nuestra fragilidad.

Referencias