Fabián Sanabria Profesor Asociado
Facultad de Ciencias Humanas
Grupo de Estudios de las Subjetividades Y Creencias Contemporáneas, GESCCO Universidad Nacional de Colombia Bogotá, Colombia
E-mail: sanabria.fabian@gmail.com
Recibido: Junio 1, 2011, Aceptado: Junio 17, 2011
Resumen
Hace algunos meses se re-inauguró la Casa-Museo del 20 de julio, donde se exhibe restaurado el famoso “Florero de Llorente” que diera lugar a una de las anécdotas más importantes de la celebración de la independencia de Colombia y su proceso político como república. El hecho de conservar esa pieza “rota” nos muestra la necesidad de aprender a recrear el tiempo para tomar conciencia de la historia de lo que un objeto puede significar: distinción y exclusión, por no decir segregación y repudio de la diferencia en un marco de tensiones de la Iglesia Católica en su relación con el Estado laico en Colombia.
Palabras clave: Iglesia Católica, Historia, Bicentenario, Estado, Exclusión, Diferencia.
Pluralism and secularity: an imminent learning after the bicentennial Abstract
A few months ago, the House-Museum from July 20 was put a varnishing day, where restored exhibits the famous "Vase of Llorente" that gave rise to one of the most important stories of the celebration of the independence of Colombia and its political process as a Republic. The fact to preserve that piece "broken" shows us the need to learn how to recreate the time to be aware of the history of what an object can mean: distinction and exclusion, not to mention segregation and repudiation of the difference in a context of tension of the Catholic Church in relation to the secular State in Colombia.
Keywords: Catholic Church, history, bicentennial, State, exclusion, difference.
“La cultura no salva nada ni a nadie, no justifica.
Pero es un producto del hombre donde éste se proyecta y reconoce
[…] un espejo crítico que transparenta su imagen […] Es posible deshacerse de una neurosis,
pero no curarse de sí mismo”
Jean-Paul Sartre, Las palabras. [3]
¿Preservar un objeto roto?
Hace algunos meses se re-inauguró la Casa-Museo del 20 de julio, donde se exhibe restaurado el famoso “Florero de Llorente” que diera lugar a una de las anécdotas más importantes de la celebración de nuestra independencia. Lo que queda de esa pieza es una suerte de base para un jarrón de estilo barroco, de loza blanca y follaje verde que simulaba hojas, la cual posee el sello real de Carlos III de Borbón, cuya composición tiene vidrio con óxidos de plomo, esmaltes de cobre, pan de oro, polvo de oro y oro coloidal en diferentes partes, lo cual ratifica que en su momento fue un objeto que le daba un gran estatus a quien lo adquiriera.
Más acá del mito que se cuenta, hay un valor que cabe resaltar en el hecho de conservar esa pieza “rota”: la obra da testimonio de su tiempo, pero no lo describe completamente. Ese resto de algo que pretende contarnos “lo que ocurrió”, nos muestra la necesidad de aprender a recrear el tiempo para tomar conciencia de la historia, pese a que todo conspire para hacernos creer que ésta se ha acabado pues el mundo se ha vuelto un espectáculo. Debemos pues reencontrar el tiempo perdido a través de sus ruinas para actualizar el pasado y, con mayor razón, reinventarlo frente a la ruptura de un objeto que significaba distinción y exclusión, por no decir segregación y repudio de la diferencia.
Como el Florero de Llorente, en estos doscientos años de República hay una larga colección de objetos y símbolos que también deberían re-significarse. ¿No será hora de generar un gran debate nacional en torno a ciertas estrofas rococó de nuestro himno, así como a propósito de algunos elementos anacrónicos presentes en el escudo de Colombia? Es bien sabido que para un joven ciudadano imbuido de las dinámicas de la globalización, el cóndor, el gorro frigio, el istmo de Panamá o las cornucopias del emblema patrio significan muy poco. ¿No habría que buscar más bien entre los magníficos diseños de piezas precolombinas del Museo del Oro, a fin de encontrar un símbolo más adecuado? Todo ello, máxime cuando la identidad no es un rompecabezas cuya carátula prescribe lo que se debe armar, sino algo que se reinventa permanentemente del mismo modo que la historia: una interpretación del pasado en función del presente.
Paralelamente, la celebración del Bicentenario de nuestra independencia nos ha convocado para averiguar si la promesa democrática del Cabildo abierto de Santa Fe, ratificado un año después en Cartagena, se ha cumplido o no, así como para evaluar a dos décadas de la Constitución de 1991, cuáles son los problemas pendientes en la tarea de construcción de nuestro Estado-Nación.
En ese horizonte y, siguiendo los cuatro trazos ideal típicos que caracteriza para la conformación de un estado moderno Max Weber (control del territorio, monopolio de la violencia física y simbólica, captación de impuestos y, generación de seguridad y bienestar para los ciudadanos), cabe preguntarnos si el Estado que hay en Colombia ha sido un “acto fallido” y, de ser así, ¿cómo superar esa debilidad de cara a un mundo global? [4:37-43]
Igualmente conviene indagar por la manera cómo ha evolucionado la sociedad colombiana, en particular el “alma de Estado”, es decir, la Nación, pues es bien sabido que desde la Conquista de América se enraizó en nuestros territorios una complicidad entre el trono y el altar que luego se patentizaría a través de una suerte de “concubinato” entre Estado e Iglesia. Cuatro elementos también son característicos de ello, los cuales, en términos de “identidad nacional”, no podemos olvidar: primero, la identificación de los ciudadanos por medio de la partida de bautismo más que a través del registro civil de nacimiento; segundo, el monopolio extraordinario que tuvo la Iglesia en el terreno de la educación y la cultura, formando especialmente a las elites del país; tercero, la presencia de misiones eclesiásticas encomendadas a órdenes religiosas en territorios apartados; y, cuarto, la multiplicación de obras de beneficencia (entre las cuales cabe mencionar la introducción de numerosos “dispensarios” en Colombia por parte de los Hermanos Hospitalarios de San Juan de Dios, las obras pías de tantas hermanas Lauritas y los numerosos barrios obreros que en el siglo pasado proliferaron en algunas ciudades del país), todos regentados por la Iglesia… Obviamente dichos elementos subrayan una relación muy estrecha entre los asuntos estatales y la injerencia católica en Colombia, dificultando asimismo la construcción de un Estado laico dotado de una clara “separación de poderes”. [4]
¿Qué es un Estado laico?
Concebir un Estado laico es fundamentar la ley sobre lo que es común a todos los hombres, o sea el interés común, lo cual excluye toda dominación fundada en un credo impuesto a todos por parte de algunos. De otro lado se puede llamar “clericalismo” a la tendencia consistente en establecer un poder temporal, con dominación de la esfera pública, so pretexto de la dimensión colectiva de la religión. El “anticlericalismo”, atribuido a la laicidad, no permite definirla pues solo es una consecuencia negativa del principio positivo que constituye su afianzamiento: unir a todos por lo que alza a cada uno: la libertad y autonomía de juicio que fortalecen a una comunidad de ciudadanos.
Si un clero se opone concretamente a tal exigencia, el anticlericalismo sólo es la respuesta a tal oposición. En ningún caso se ha de confundir la laicidad con la hostilidad a la religión. La laicidad es la devolución de la potencia pública a todos, sin distinción. Descansa en dos principios esenciales: libertad radical de conciencia, e igualdad desde todos los puntos de vista de los ciudadanos: jurídica, política, simbólica, y espiritual. La república laica es de todos, y no de los creyentes o de los ateos. Por eso ha de ser confesionalmente neutral y no se afirma en el mismo plano que las diversas opciones espirituales, pues permite fundamentar su coexistencia justa. Desde este punto de vista, la laicidad trasciende las diversas opciones espirituales, recordando a los hombres que la humanidad es una, antes de diferenciarse en creencias. Así que debe entenderse también como “principio de fraternidad”. [5:29-46]
Se ha de anotar que la neutralidad laica no significa que el Estado esté vacío de valores, pues descansa en una elección ético-filosófica de principios que no son cualesquiera. Fundados en los derechos más universales, los ideales de libertad e igualdad permiten una unión que no impide las diferencias, sino que organiza la convivencia solidaria entre los hombres, capaces de vivir con distancia suficiente para no estar alienados por sus creencias. La laicidad pone pues de relieve lo que une a los hombres antes que cuanto los divide. [5]
Este tipo de fundamento ya no privilegia un particularismo, y por eso mismo permite que convivan en un cuadro jurídico común los particularismos, proporcionando un espacio de diálogo, pero también unos valores y un lenguaje comunes para inscribir los debates en un ambiente y un horizonte de auténtica inter-comprensión. El peligro no es la expresión de las diferencias, sino la alienación a la diferencia, pues esta puede resultar un calabozo donde se olvida la humanidad de los demás. Tampoco se puede reducir el Estado laico a un mero cuadro jurídico, pues ha de promover lo que fortalece en cada futuro ciudadano: la “libertad de conciencia”. Esta no sólo es independencia hacia todo tipo de tutela sino, más radical y positivamente, es autonomía, o sea, facultad de darse a sí mismo sus propios pensamientos y normas morales.
La autonomía ciudadana se construye pues en la laicidad, lo que no significa anti- religiosidad, sino sencillamente libertad frente a todo grupo de presión sea religioso, ideológico o económico. Los fines del ideal laico serían entonces cultivar el gusto por un racionalismo crítico, irreducible a un cientificismo ciego al sentido. Lucidez hacia toda captación ideológica, usando de la sospecha crítica que quita a los hombres los motivos de resistir o de admirar. Laicidad no significa pues relativismo que, con pretexto de tolerancia, todo lo admite y considera igual. La laicidad no es hostilidad a la religión como opción espiritual particular, sino afirmación de un Estado de carácter universal, en el que todos pueden reconocerse pues es incompatible con todo privilegio temporal o espiritual dado a una opción espiritual particular, sea religiosa o “atea”.
Ahora bien, la polémica de los partidarios de un privilegio público de las religiones contra el laicismo descansa a menudo en una cierta “mala fe”. Se refiere a la confusión entre hostilidad a la religión como postura espiritual, y rechazo al clericalismo como voluntad de dominación temporal. Atribuye al ideal laico lo que no es de él. Este ideal es positivo, no reactivo: cuida y pone de relieve lo que es común a todos los ciudadanos más allá de sus diferencias. Por esto, generalmente conduce a rechazar el clericalismo, no la religión. [6]
Una relectura de la “Patria Boba”
Entre 1810 y 1886 se puede hablar de una suerte de “siglo federal” en Colombia que, pese a su sepultura definitiva, nos invita a revaluar su “fracaso” y a repensar hoy la fuerza del pluralismo. Del mismo modo, el momento histórico denominado peyorativamente “Patria Boba” (establecido entre 1810 y 1816), es quizá el instante en que, tras el “grito de independencia”, los padres fundadores de la República trataron de construir su propia Ilustración, ensayando cuál sería la forma más adecuada de gobierno que se debía implantar en la Nueva Granada.
Es importante tener en cuenta que un par de acontecimientos significativos influyeron, grosso modo, en las ideas independentistas: la Revolución Francesa y la Constitución de Filadelfia. En ese contexto, dos discursos ilustrados, con una década de diferencia, merecen recordarse, no tanto para hacer apología de “aquello que pudo haber sido y no fue”, sino como voluntad de descentrar la forma de gobierno que se vislumbraba imperante. En primer lugar, amerita ser evocada la propuesta de Aplicación de los principios y ventajas del sistema federativo a las provincias del Nuevo Reino de Granada de Miguel de Pombo y, en segundo lugar, el discurso de Vicente Azuero, enmarcado en la pregunta de sí: ¿No sería conveniente variar nuestra forma de gobierno?
Esos dos discursos, enunciados en dos momentos distintos (el de Miguel de Pombo en 1811 y el de Vicente Azuero en 1822), ante todo crean una disposición mental socialmente concebida para pensar un medio entre riguroso federalismo y aventajado sistema central, una vez que la autoridad “retornó al pueblo” por vacancia del Rey y la antigua colonia se vio obligada –tal vez por primera vez– a pensar por sí misma: los americanos presintieron sus derechos y se preocuparon por construir una época de transformación política.
El discurso de Miguel de Pombo, pese a reconocer las ventajas del sistema estadounidense, prevé una deficiente articulación entre confederación y vinculo federal, y acepta las debilidades de la forma confederativa de la Constitución de Filadelfia –casi como un asombroso anticipo de la experiencia colombiana– que así se autodenominaría (1810-1886): “Si cada provincia después de su independencia hubiera querido existir aislada de las otras, con absoluta soberanía y demás derechos (…) cada una habría querido ordenarlo todo con respecto a las demás, rompiendo los vínculos de la justicia y provocando toda clase de calamidades que afligen a la humanidad”. De Pombo veía como “ventaja” del sistema estadounidense que –en caso extremo y no deseable– la confederación podía ser disuelta y los estados confederados quedar soberanos.
Once años después (tras el Congreso de Cúcuta), Vicente Azuero subrayaba la importancia de instaurar la “unión federal”, es decir, ese “gobierno general” que, aunque limitado en su campo de acción, estaba dotado con suficientes poderes para asegurar su eficiencia dentro de él. El núcleo de la novedad constitucional estadounidense radicaba en la combinación de una república de enormes dimensiones con un gobierno central fuerte, y autonomías estatales irreductibles –salvo en lo alienado en la institución ejecutiva central. La unión federal –para el caso norteamericano– era precisamente la meta que preservaba enormes porciones de soberanía para los distintos estados, y no una mera fase intermediaria.
Ahora bien, como al inicio del caso norteamericano, entre nosotros la unión era indispensable pero nos resistimos a formarla. Los criollos no pudieron negar el interés y la fuerza de atracción del sistema federalista. Sin embargo, se aferraron a una supuesta impertinencia para nuestro caso (una suerte de Dos Américas paradójicas en los imperios del Atlántico), justificada por la falta de una “homogeneidad social interna” para que funcionara el federalismo. Esto impidió reconocernos en la diversidad y aprender muy poco del ser distintos formando al tiempo lazos comunes de convivencia: iguales ante la ley y diversos entre culturas.
En efecto, el federalismo suponía un contexto distinto al subdesarrollo social y al mismo tiempo la supresión de la ignorancia. Pero, ¿no sería que ese sistema también podía formar aquello que presuponía? Para Miguel de Pombo las colonias de Norteamérica se fundaron sobre pueblos que se reconocieron diversos, argumentando que entre nosotros el sistema federal sería más fácil pues “todos éramos equiparables”. Para Vicente Azuero la diversidad cultural debilitaba las relaciones comunes por constituir un cuerpo heterogéneo, disminuyendo el progreso de los pueblos. Supuestamente en Norteamérica –más que por la diversidad, gracias a ella– se logró configurar un grupo social homogéneo básico. Por el contrario, en la Nueva Granada, el “gran problema” supuestamente fue el mestizaje: visto como “conjunto de sabotaje mutuo” –incapaz de aprender de la necesidad de formular lazos comunes fundamentales para vivir sin violencia la diferencia.
Doscientos años después, vuelve del suspenso una gran pregunta: Nosotros (híbridos de Colonia y Virreinato), ¿qué debemos construir para que la tragedia no retorne como comedia? ¿Cómo reconciliar unidad con diversidad en un mundo plural?
El derecho no puede ser “confesional”
El derecho no sólo debe fundamentarse en la tolerancia, sino en el reconocimiento y respeto de la diferencia. Si recordamos que la libertad de cada conciencia se ha de ejercer como una dimensión originaria del ciudadano, y que ésta integra su dignidad, tal libertad constitutiva de una vida conforme a las potencialidades más universales de la cosa pública, no ha de depender de una autoridad que la tolera, sino que ha de ser afirmada como un derecho inscrito en cada individuo. Se debe propender entonces por una ética del reconocimiento entre las personas, con una significación positiva de capacidad de respetar al otro, de dialogar con él excluyendo toda postura de agresión y, sabiendo entender lo que es el punto de vista ajeno. Tal actitud no implica aceptación u aprobación ciega de la perspectiva alterna. Respetar el derecho a creer no lleva a exigir que no se pueda criticar una religión o una ideología. Respetar al creyente no implica compartir su creencia. El derecho a la ironía, a las formas literarias y artísticas como filosóficas, al debate de ideas y creencias, es importante para la salud de la democracia, porque esto impide la restauración de cualquier forma de censura.
A pesar de sus connotaciones positivas, el término tolerancia es ambiguo, pero válido tanto en el campo de la ética como del civismo. Etimológicamente, tolerar es padecer, o soportar que algo se haga libremente. La tolerancia supone una autoridad que hoy tolera pero que mañana puede no tolerar ya. El inconveniente radica evidentemente en esta problemática: la libertad, en vez de ser originaria, decae en el estatuto de algo que depende de una instancia externa. Precisamente es fundamental la distinción entre la esfera pública, que ha de ser de todos y necesita mantenerse a-confesional (neutral), y la esfera privada, en la que han de ser totalmente libres las opciones espirituales. No se trata de negar la dimensión colectiva de la religión, sino de dejar de confundir lo que es de algunos con lo que debe ser de todos. El pretexto de la dimensión social de la religión podría tener como pendiente el presupuesto de la dimensión social del libre pensamiento o del humanismo ateo. Una reunión de librepensadores o una misa, son fenómenos colectivos, pero jurídicamente deben entenderse como “actos privados”. Sólo puede ser público, en derecho, aquello que es verdaderamente de todos y permite unir sin obligar. [8:179-190]
Diferencia y reconocimiento
Como en repetidas ocasiones lo subrayara Michel Foucault en sus cursos del Colegio de Francia, es necesario hacer que lo invisible sea visible para que quienes buscan reconocimiento sean vistos y no sólo tolerados, sino que interactuando con otros, éstos reconozcan la posibilidad de ser interpelados por aquellos. Porque es lo diferente aquello que se reconoce, no lo similar que debe ser conocido. Pero para poder ver lo diferente es necesario un lenguaje que mencione lo que hay que ver y las maneras como ello debe ser visto.
Afortunadamente la identidad hoy no es más que una categoría abstracta de la que se habla cuando se pierden los valores forzados y forzosos que como artículos de fe se prescribían para creer. Hoy la identidad, como la cultura, se presenta en gerundio, es decir, a través de un quehacer que sólo cuenta entrelazándose con la sociedad.
Resulta bastante deplorable que en un país tan diverso como Colombia, durante 180 años no se hubiesen establecido los ámbitos para construir una nación plural, y sólo hasta hace 20 años se reconociera jurídicamente a las comunidades indígenas y afrodescendientes que a ella pertenecen, puesto que antes se las consideraba como menores de edad o “incapaces de auto-determinarse” y, por consiguiente, se les privaba de los derechos que les permitían asociarse o expresar libremente sus cultos y creencias, así como se les negaba la capacidad de reformarse dentro del mundo al cual pertenecían.
Felizmente, el artículo 70 de la constitución de 1991, en uno de sus apartes declara que: “la cultura en sus diversas manifestaciones es el fundamento de la nacionalidad”, dándole la vuelta a la idea de una unidad preexistente a los grupos que integran la nación, reconociendo y obligando a proteger la igualdad y la dignidad de todas las culturas que conviven en el país. Es allí cuando el primer paso (el de la visibilidad) hasta hace muy poco se dio, quedando pendiente el ámbito no tanto de la aceptación o de la tolerancia, sino el del reconocimiento y respeto en la práctica de esa diversidad.
Conjugar la cultura en plural
El caso del reconocimiento a las comunidades indígenas y afrodescendientes que forman parte de la nación colombiana, es tan solo un ejemplo del inminente ejercicio que debe realizarse en materia de cultura y respeto por las creencias del otro. Es necesario superar las visiones reduccionistas (tanto conservadoras como supuestamente progresistas) que pretenden aislar a dicha noción, protegiéndola del mestizaje y la hibridación, en aras de esencialismos que en modo alguno se sostienen en el mundo contemporáneo.
Del mismo modo que hay muchas formas de ser, hay igualmente indefinidas maneras de expresar los modos de sentir, pensar y actuar de un individuo o
grupo de individuos. Conjugar la cultura en plural implica promover la libertad para que una persona pueda expresarse y darse a conocer, así como
identificarse sin ser marginada por ello. Del mismo modo todo pluralismo implica generar una promoción para que cada individuo pueda elegir los
elementos de identidad que le son propios frente a los contenidos de su cultura.
Más allá de la noción de “campo cultural”, es indispensable promover la movilidad. Numerosos estudios demuestran cómo lo sociocultural no puede ser pensado en un espacio nacional acotado, delimitado por fronteras estatales. Múltiples investigaciones en el ámbito de las culturas juveniles dan cuenta hoy de la explosión de subjetividades, estéticas, gustos y vínculos transnacionales que indudablemente desconciertan a las nociones cosificadas de cultura.
En Colombia vale la pena preguntarse por el tipo de sociedad y relaciones sociales que culturalmente hemos forjado. Porque no basta con la valoración de las artes y las letras, ni con la reivindicación y patrocinio de las culturas populares, si los elementos elitistas e informales, así como la diversidad religiosa no se conjugan en un ámbitos laicos convivencia. De suerte que la pregunta por el tipo de ciudadanos que queremos formar en Colombia es altamente pertinente cuando se aborda el tema del pluralismo y la laicidad, en tanto elementos centrales de una nación.
Un diagnóstico bastante acertado, circunscrito a condiciones históricas que deben ser rigurosamente analizadas, nos muestra un profundo desajuste entre lo que establece la ley (deber ser), lo que se dice que se hace (la moral), y lo que en realidad se práctica (la cultura). Si bien es cierto que en la mayoría de sociedades no existe un equilibrio entre estas tres dimensiones, para el caso colombiano es conveniente tratar de armonizarlas pues actualmente se presenta un abismo entre ellas, recreando ámbitos capaces de permitir a nuestros ciudadanos una correcta inserción en otros registros y horizontes culturales. Saber que no estamos solos y que no podemos aislarnos como país, implica un compromiso para una vez más pensar nuestra diversidad propendiendo por su reconocimiento y justa compresión, más allá de los conflictos que consecuentemente esto genere.
Porque el mundo se ha urbanizado y es indispensable convivir con ello, corresponde saber que a grandes y medianas escalas conviven la “ciudad mundial”, con todas sus promesas de desarrollo tecnológico y conectividad, con la “ciudad mundo”, saturada de contradicciones e inequidades sociales que obligan a multitud de individuos a desplazarse por razones de la injusticia, la pobreza o la guerra. [9] Esas contradicciones globales se han multiplicado geométricamente en Colombia y es necesario prepararse para enfrentarlas, sin perder de vista la noción aristotélica de vida buena que desafortunadamente pareciera reservada a unos pocos privilegiados de la sociedad.
¿Identidad colectiva vs. Educación pluralista?
Para entender ese doble reconocimiento del otro que contienen las nociones de pluralismo y laicidad, se ha de tener en cuenta la objeción corriente que suele referirse a la noción controvertida de “identidad colectiva”, concentrándonos particularmente en el campo de la educación. Al ideal laico, muchos oponen la importancia de los factores colectivos de la identidad. Para contestar a esa objeción, es necesario recordar la ambigüedad de la noción de “cultura”, y subrayar el problema jurídico y filosófico de la elección del tipo de sujeto que se ha de reconocer en los procesos de transmisión de modos de sentir, pensar y actuar: ¿el individuo o el grupo?
El aprendizaje del pluralismo implica numerosas etapas de mejoría de un dato bruto por un trabajo de re-apropiación distanciado. Coincide esencialmente con la libertad. Libertad de examinar y de juzgar, sin servidumbre hacia la tradición, ni ante cualquier autoridad que pretenda imponerse por sí misma. Esta educación debe ser principio de movimiento y conducir a veces a criticar tal o cual rasgo de las culturas tradicionales. Una mujer musulmana que, gracias a una educación pluralista no quiere velarse la cara, no "traiciona" su cultura sino que da a entender su libertad de escoger lo que le parece legítimo, distanciándose de lo que no. Una mujer cristiana que lucha por la igualdad política o religiosa estricta, con respecto a los hombres, hace lo mismo.
La educación pluralista no puede imponer un mensaje unívoco, sino proponer los instrumentos para la autonomía de juicio, y la cultura que le da sus hitos, sus marcas. El racionalismo que promueve requiere suscitar simultáneamente el gusto por la veracidad, la modalidad argumentada del diálogo, y la atención al significado de los actos y de las obras. No debe confundirse tolerancia con relativismo, ni comprensión con complicidad. Por ello, el estatuto del hecho religioso en la educación pluralista para transmitir valores éticos, debe partir siempre de un punto de vista laico.
La escuela laica en la transmisión de valores éticos
Se ha de recordar que estudiar los hechos religiosos de manera pluralista en ningún caso puede confundirse con el adoctrinamiento que se haría tomando como pretexto la finalidad informativa. Entonces, no puede tratarse de un curso de religión ni de educación religiosa, a lo menos en el horario común. Y si se ofrece un curso de religión a los que quieren, el carácter opcional ha de ser bien claro y explícito, lo que hace posible una libre petición positiva. En toda constitución democrática se menciona el derecho a la discreción para las opciones religiosas o espirituales de los ciudadanos. De modo que la obligación impuesta a los estudiantes de tener que asistir a un curso de religión, incluido en un horario común, es ilegítima y anticonstitucional.
Otro problema es el del conocimiento distanciado, es decir ilustrado de los hechos religiosos, los cuales se pueden considerar como parte de la cultura, lo mismo que los datos de la mitología que pertenecen al patrimonio de la humanidad. Bien claro está que la escuela laica no ha de ignorarlos, ni de tener actitud oscurantista hacia ellos. Para un laicista, todo conocimiento es válido si no es una creencia disfrazada, o una manera hipócrita de presentar como dato objetivo una insinuación confesional. El conocimiento distanciado supone un mínimo de exterioridad entre el objeto estudiado y el punto de vista desde donde se estudia. Lo que excluye que no se pueda confundir un curso sobre los hechos religiosos con un curso de religión.
¿En que puede consistir entonces el estudio de los hechos religiosos en la educación pluralista? La exigencia de conocimiento ilustrado excluye tanto el proselitismo religioso, escondido o abierto, como la denuncia que atestigua postura de ateísmo militante. No se ha de imponer una creencia con pretexto a la continuidad cultural, ni tampoco denunciarla con pretexto a la dimensión liberadora de la sospecha crítica. La dificultad consiste en mencionar la existencia de las dos posturas en un modo bastante distanciado para hacerlas conocer sin favorecer clandestinamente la que se prefiere personalmente: aquí se bosqueja el “ideal regulador” de la escuela laica, y también su honor fundamental. Diciendo ideal regulador se toma en cuenta que representa más una exigencia que una realidad siempre acertada; pero por lo menos ha de ser reconocida esta exigencia, para poder realizarla lo mejor posible.
Un Estado democrático y preocupado de la unidad del pueblo debe tomar como base la libertad y la igualdad para formular una educación laica explícita, incluyendo por ejemplo lo que se llama en la república francesa el devoir de réserve (deber de discreción) para los que ejercen oficios que representan delegación de responsabilidad de parte de la comunidad política. Esta discreción ética y jurídica, más ampliamente se vincula con la laicización del derecho en casos sensibles como el de la sexualidad, el tema del matrimonio y de las formas de relación libremente consentidas, el de la interrupción voluntaria del embarazo, etc. No se trata ya, en estos casos, de imponer un modelo particular, sino de reconocer a todo individuo el derecho de escoger sus propias normas de vida en cuanto éstas respeten la ley común que organiza la coexistencia de las mismas libertades para todos.
Es necesario recordar aquí la distinción kantiana entre el uso de la razón dentro de las exigencias de un oficio sometido a una ley común, y su uso público en el área de la libre discusión y elaboración de dicha ley: en el primer caso se ha de callar la preferencia personal; en el segundo, puede manifestarse libremente. Claro, para un profesor cuyo oficio es promover justamente la capacidad de juicio, la discreción o reserva tampoco puede significar relativismo o nivelación artificial de todas las ideas o visiones del mundo: la dificultad efectiva consiste entonces en trazar un camino que no sea ni de proselitismo ni de relativismo abstracto.
¿Qué objeto de estudio se ha de definir entonces pensando, por ejemplo, en el estudio de las religiones de manera pluralista? ¿Estudiar los dos testamentos de la Biblia o el Corán? ¿Estudiar las obras culturales inspiradas por la religión, pero sin imponer una opinión sobre las creencias de referencia? ¿Recordar los hechos históricos vinculados con la institucionalización de las religiones; por una parte la Inquisición, las cruzadas, el index librorum prohibitorum, la tragedia de los conversos; y por otra parte las protestas de Fray Bartolomé de las Casas contra los crímenes de los conquistadores, o también el movimiento latinoamericano de la Teología de la liberación? ¿Hacer reflexionar sobre la relación complicada entre los ideales y las realidades que se refieren a ellos? Este interrogante está vigente en un campo más amplio, pues puede aplicarse también a los ideales políticos y sociales. En tiempos en los que se habla a menudo de desencanto y de crisis de ideales, quizás sea necesario plantear el problema de manera provocadora.
En las maneras de elegir y de tratar lo que se estudia se señala una alternativa importante, pues se ha de saber si se va a respetar la exigencia de juicio ilustrado y de cultura laica, distanciándose tanto del silencio oscurantista como de la postura ideológica o clerical, evitando siempre un tratamiento partidario. Poner de relieve el sentido cultural y estético de las obras sin someter los alumnos a las creencias que las inspiran, ni tampoco callarlas, es una exigencia esencial de toda laicidad, lo cual cumple con el papel general de una educación emancipadora, concebida no como un aparato ideológico o clerical, sino como un lugar donde la sociedad civil ha de ponerse a distancia de sí misma, proporcionando a todos la cultura y el saber ilustrado que permita pensar el sentido y elegir los valores que una nación quiere edificar como principios de autonomía y libertad. [9:191-202]
He ahí algunos de los elementos que por defecto en la época de la “Patria Boba”, nuestros ilustres próceres no alcanzaron a meditar: ¡Cuán grato resultaría que 200 años después los retomemos, en calidad de pilares constitutivos de una Promesa Democrática, para expresar de otro modo aquello que sigue siendo un “grito de independencia”!
Bogotá, 21 de marzo de 2011.
1 Fruto de la participación como conferencista en la Cátedra Manuel Ancízar, consagrada a las celebraciones del Bicentenario de la independencia. [1-2].
Referencias
[1] Pombo, M. y Azuero, V. (2010). Discursos. en Valderrama Ortiz, C. La propuesta Federal. Colección Biblioteca Bicentenario, vol. 4. Colombia: Facultad de Ciencias Humanas, Universidad Nacional de Colombia, 160pp.
[2] Alonso, J. A.; Wortman, A.: Abello, I. y García Delgado, J. L. (2009). Desarrollo, cultura y procesos de globalización. Serie Encuentros. Vol. II. Colombia: Universidad Tecnológica de Bolívar, Red Desarrollo & Cultura y AECID, septiembre, 185pp.
[3] Sartre, J. P. (1986 [1964]). Las palabras. Argentina: Losada, 235pp.
[4] Sanabria, F. (2009). Estado fragmentado y territorios baldíos en Colombia. Nova et Vetera. Bogotá: ESAP, vol. XVIII, no. 62, pp. 37-44.
[5] Blancarte, R. (2008). El porqué de un Estado laico. En: Los retos de la laicidad y la secularización en el mundo contemporáneo. México: El Colegio de México, pp. 29-46.
[6] Pena-Ruiz, H. (1999). Dieu et Marianne. Philosophie de la laïcité, Paris: P.U.F., 384pp.
[7] Sanabria, F.; Fletscher, C. y Cuellar, S. (2008). “Diagnóstico del contexto y la situación de la educación religiosa en las escuelas de Bogotá, Colombia”, en Hacia una educación religiosa pluralista. Estudio diagnóstico de la educación religiosa en Chile y Colombia. Bogotá y Santiago: ICER, pp. 179-190.
[8] Augé, M. (2007). Por una antropología de la movilidad. Barcelona: Gedisa, 96pp.
[9] Sanabria, F. y Fletscher, C. (2008). “Percepciones sobre educación religiosa pluralista en actores sociales de Bogotá”, en Hacia una educación religiosa pluralista. Estudio diagnóstico de la educación religiosa en Chile y Colombia. Bogotá y Santiago: ICER, pp. 191-203.