La laicidad como hegemonía discursiva

Liz Hamui Sutton Investigadora SNI, Nivel II

Jefa del Departamento de Investigación Educativa, División de Estudios de Posgrado

Facultad de Medicina, UNAM

E-mail: lizham ui@hotmail.com

Recibido: Mayo 30, 2011, Aceptado: Junio 22, 2011

Resumen

La reformulación discursiva del concepto de laicidad, desde la secularización hasta la versión intercultural actual, sigue afirmando la separación de lo público y lo privado. La hegemonía del laicismo, como sobredeterminación discursiva, ha logrado afianzar ciertos puntos nodales que le dan consistencia y estabilidad, sin omitir su carácter precario. La defensa de la pluralidad, de los derechos humanos y de la participación acotada en el ámbito de lo público ha permitido la articulación de una formación discursiva abierta y dinámica. Los grupos y las asociaciones religiosas actúan como sujetos posicionados y utilizan su capital (social, simbólico, político, económico, moral…) para jugar en el campo discursivo, siempre tenso y cambiante. Lo religioso es la arena donde se mueven los sujetos (individuales y colectivos), cuyas identidades son relacionales y por lo tanto contingentes, múltiples e inacabadas, siempre abiertas a los juegos de poder. El laicismo como discurso hegemónico se empareja, en el marco de un proyecto ético-político liberal, con la lucha por sociedades democráticas, igualitarias y plurales, apostando por la convivencia armónica, a pesar de estar consciente de que es una utopía inalcanzable.

Palabras clave: laicismo, hegemonía discursiva, interculturalidad, espacio público, espacio privado.

Laicism as a discursive hegemony Abstract

Discursive reformulation of the concept of laicism, from secularization to the current intercultural version, continues to affirm the separation of public and private spheres. The hegemony of laicism, as discursive over-determination has managed to assure certain nodal points that give consistency and stability, without omitting its precarious nature. The defense of pluralism, human rights and civic participation bounded in the public arena has led to the articulation of an open and dynamic discourse formation. Groups and religious associations act as positioned subjects and use their capital (social, symbolic, political, economic, moral ...) to play in this discursive field, always tense and changing. Religion is the milieu where moving subjects (individual and collective), whose identities are relational and therefore contingent, multiple and unfinished, are always open to the power games. Laicism as a hegemonic discourse is matched, in the context of an ethical-political liberal project, to the struggle for democracy, egalitarianism and pluralism, opting for peaceful coexistence, despite being aware that it is an unattainable utopia.

Keywords: laicism, discursive hegemony, intercultural, public sphere, private sphere.


1. Definición de laicidad, interculturalidad y su relación con los derechos humanos

En las sociedades contemporáneas, la pluralidad es un signo de la complejidad de las interacciones humanas que pueden aparecer como conflictivas, toleradas o consensuadas, según los arreglos jurídicos, éticos, ecológicos, económicos y políticos en que suceden. En las naciones modernas occidentalizadas se ha apostado al laicismo como principio y fórmula para la convivencia de las diversas denominaciones religiosas con el fin de asegurar la libertad de creencia y la igualdad ante la ley, no sólo como garantía legal, sino como derecho humano. No obstante, el laicismo va más allá, al reconocer la existencia de asociaciones religiosas diversas con expresiones culturales particulares. La laicidad, en su dimensión discursiva, constituye el sustento del pluralismo, lo que plantea un dilema a las democracias: o se preocupan por la protección y expansión de las libertades privadas, o procuran un gobierno común, separado de cualquier afiliación espiritual o filosófica específica, pero preocupado por hacerle justicia a todas las expresiones de este orden, capaces de dar sentido colectivo. Como refiere Sanabria, [1] la república laica es de todos y no de los creyentes o de los ateos, por lo que ha de ser confesionalmente neutra para fundamentar la coexistencia justa entre diversas opciones espirituales. De esta manera, un marco jurídico común, permite una unión que no impide las diferencias, sino que organiza la convivencia solidaria entre sujetos autónomos y posibilita el diálogo basado en un campo discursivo compartido.

En las sociedades, existen diferencias nacidas de la diversidad que posibilitan el intercambio. [2] La interacción entre diferentes produce o no tramas culturales basadas en la reciprocidad y los juegos de confianza. Los proyectos ético-políticos ya sean democráticos, liberales e igualitarios o de otro tipo, suceden cuando las condiciones de posibilidad existen, esto es en episodios insertos en coordenadas temporales, espaciales y culturales específicas donde se generan, circulan y se apropian los saberes, ese magma de significaciones sociales que permiten el intercambio. [3] Estos saberes se expresan en discursos (anónimos o no) con contenidos específicos, y en prácticas producidas por los sujetos posicionados que pueden ser individuos, colectivos o instituciones y que al interaccionar actualizan el tejido social. Dichos intercambios se dan en el marco de normas institucionales implícitas o explícitas, que constituyen formas de regulación de los sistemas sociales donde se refuerza lo hegemónica y se producen también nuevas experiencias alternativas singulares. [4] En sociedades organizadas con esquemas democráticos, el discurso del laicismo aparece como hegemónico tanto en su dimensión normativa formal, como en el plano informal, e intenta dirimir las diferencias religiosas sustentado en principios universales como la libertad de conciencia, la igualdad, el respeto a los derechos humanos, la tolerancia y el pluralismo.

Sin embargo, en toda cultura se presentan situaciones de conflicto y poder, como expresa Touraine, [5] “el encuentro de las culturas produce más a menudo el enfrentamiento directo que el reconocimiento distante, debido a que cada cultura es un conjunto coherente, diferente de las otras, que se protege de las culturas ajenas”. Así, el enfrentamiento y contextos de conflicto y poder, por un lado, y la coexistencia organizada respetuosa y recíproca por otro, son dos polos que encuentran o no condiciones de posibilidad en contextos sociohistóricos concretos.

En el discurso de la laicidad, una de las expresiones más importantes es el Estado laico puesto que se considera favorable a la diversidad de creencias y costumbres con la finalidad de una asimilación progresiva de la ciudadanía. Blancarte, [6] refiere que la laicidad se manifiesta cuando existen tres elementos centrales en un determinado régimen: respeto a la libertad de conciencia, autonomía de lo público frente a lo religioso e igualdad de los individuos y sus asociaciones ante la ley, así como la no discriminación. La laicidad y el Estado laico, se hacen necesarios en la esfera pública ante la diversidad cultural, por ejemplo, para evitar la tentación del empleo de lo religioso en la búsqueda de legitimidad política, o el uso del poder político para en beneficio de una o más asociaciones religiosas.


Entendida así, la laicidad no es antirreligiosa o anticlerical, como si lo fue en diversos períodos de la historia nacional o mundial, más bien se enfoca en el reconocimiento y el respeto a la diversidad religiosa en el marco de esquemas democráticos protectores de las libertades personales y colectivas. Así, laicidad, autonomía, derechos culturales y derechos humanos se plantean como principios de convivencia susceptibles de formar parte del patrimonio común de todas las culturas y de toda organización jurídico política. [7] En el modelo laico, el pluralismo funciona como instancia articuladora para la convivencia multicultural, intercultural e interconfesional catalizando la confrontación y el conflicto, esto es, sobre-determinándolo con un discurso moral basado en los derechos humanos, las libertades y la igualdad.

El pluralismo postula el reconocimiento recíproco de las distintas identidades religiosas que conviven en una misma sociedad política. Por su parte el multiculturalismo presupone una sociedad plural que otorga igual valor a las distintas culturas que coexisten, contribuyendo a su distinción al propiciar la defensa de la autonomía de cada entidad, lo que deviene en un relativismo cultural que no converge con la concepción universalista de los derechos humanos y civiles y de sus respectivos deberes. [8] En esta modalidad se opta por la supervivencia de la cultura frente a la igualdad y por una política del reconocimiento que asegura un espacio colectivo, como lo expresan autores que sostienen la corriente del “comunitarismo”. [9] No obstante, Kymlicka [10] menciona que, en comunidades cerradas, al limitar el poder externo, la libertad y la autonomía de sus miembros puede ser fácilmente violada y la integridad personal vulnerada. De ahí que los límites de las expresiones culturales grupales están en el propio entramado de valores asociados a los principios democráticos y liberales que se sostienen en el laicismo.

En contraste, el interculturalismo considera que además del reconocimiento de los derechos civiles, políticos y sociales, hace falta un esfuerzo de alteridad como complemento necesario de la identidad, que suponga la inclusión de las minorías y la reciprocidad con éstas. La tensión dialéctica entre la preservación de la identidad comunitaria y la tendencia estatal a la integración, están mediadas por la participación y la cooperación de los grupos en un proyecto ético político laico, democrático e igualitario, donde es posible disentir y negociar conflictos. Sociohistóricamente, las reacciones de exclusión suelen manifestarse contra grupos ideológicos y religiosos que no comprenden el sentido de la laicidad inclusiva transgrediendo el principio de separación Religión Estado, por la interpretación teocrática que hacen de la realidad, como sucede con algunos fundamentalismos o fanatismos. Esto confronta, por un lado al Estado que no sabe tratar la diversidad y aparece como hostil a las minorías, y por otro, reduce los derechos de los miembros de los grupos referidos limitando su participación ciudadana. El reto de los sistemas democráticos consiste en delimitar la separación entre la ética pública cuyo rasgo básico es su carácter procedimental y formal, y cuya exigibilidad jurídica compromete a todos los ciudadanos, y la ética privada circunscrita a la moralidad de los individuos y los grupos. Esta ética jurídicamente exigible a todos los ciudadanos comporta, tal y como afirma John Rawls [11] una concepción pública compartida de la justicia política, no exenta de problemas conformados por la propia delimitación de un espacio neutral de lo público. Así las minorías religiosas se ven en la necesidad de sintetizar una ética privada con una pública en la cual participan.

Por su parte, el Estado puede o no polarizar el conflicto dependiendo de su postura ideológica, pues existe el riesgo de que adquiera también argumentaciones fundamentalistas laicas en contra de los postulados de grupos religiosos específicos. En estos casos, el laicismo se convierte en discurso ideológico parcial y pierde su rasgo neutral característico del espacio público. La frontera que separa en las sociedades interculturales, lo público de lo privado, propicia que el Estado no se someta al dictamen de los diferentes grupos en el espacio político, y al mismo tiempo garantiza un espacio privado donde estos colectivos puedan existir y desarrollarse de manera autónoma. En muchas de las sociedades democráticas actuales, los grupos, tanto mayoritarios como minoritarios, son sujetos con personalidad jurídica reconocidos en la figura de asociación religiosa. Las instituciones públicas regulan el reconocimiento a su autonomía interna e identidad propia, así como las garantías legales. Las minorías religiosas reducen la distancia frente a las mayorías cuando adquieren su propio estatuto jurídico de asociación religiosa mediante su registro oficial en las instancias gubernamentales correspondientes tras reunir determinados requisitos. La idea es propiciar la inclusión sin cancelar la diversidad a través de la interculturalidad, y corresponde al Estado laico promover las condiciones para que la libertad y la igualdad de los individuos y de los grupos en que se integran sean reales y efectivas.

2. La secularización y la laicidad: sus límites y alcances

La relación en laicismo y secularización es estrecha, la teoría de la secularización, dominante en el siglo pasado, supone que mientras más modernas sean las sociedades, las creencias religiosas se irán constriñendo al ámbito de la vida privada hasta ser casi invisibles en la esfera pública. Lo que no implica la desaparición de las instituciones religiosas que operan como subsistema social, y cuya función es administrar las doctrinas, los ritos y las liturgias para sus fieles. [12] Según esta teoría sociológica, los valores seculares tenderían a sustituir los valores religiosos, en un esquema evolucionista propio de la racionalidad europea decimonónica moderna, afirmando la separación del Estado y la Iglesia, y por consiguiente el Estado laico. No obstante, autores como Hadden, [13] argumentan que la secularización es más bien un concepto orientador fundamentado en preferencias ideológicas sobre el rol de la fe en el mundo moderno, más que un teoría sistemática empíricamente probada que demuestre la erosión de las creencias y la participación en actividades religiosas. El surgimiento de nuevos movimientos religiosos, la vitalidad de las manifestaciones espirituales populares y la proliferación de grupos fundamentalistas de todo tipo, muestran que la tendencia hacia la secularización es cuestionable, aún en sociedades que han alcanzado altos niveles de diferenciación.

El laicismo es compatible con la ideología de la secularización pues afirma los valores cívicos en la esfera de lo público sobre los valores religiosos a los que considera privados y personales. El gran reto del laicismo es lidiar con las fuerzas religiosas activas, que lejos de volverse invisibles muestran una dinámica intensa que interpela desde sus visiones particulares poniendo en jaque la neutralidad. Para comprender el juego de poderes, la circulación de saberes, los posicionamientos de los sujetos involucrados, así como la dinámica entre el Estado laico y la diversidad de grupos religiosos en un campo sociopolítico específico, la propuesta teórica de la hegemonía discursiva de Laclau y Mouffe [14] puede resultar iluminadora.

3. La laicidad como hegemonía discursiva: articulaciones, antagonismos e identidades colectivas

Lo hegemónico y lo alternativo forman parte de un entramado social complejo y cambiante, dónde tiene lugar la dinámica de los sujetos individuales y colectivos ubicados en posiciones con más o menos recursos para desenvolverse en un campo. De la variabilidad de los recortes, contornos, dimensiones, elementos, grados o niveles de lo emergente, surgen sujetos distintos que se insertan en la realidad social, interactúan y crean tramas tangibles e intangibles que influyen y constituyen lo social, no sólo como representaciones de lo imaginario, sino en el ámbito de lo material, que implica una base económica suficiente para hacer factible el proyecto.

La propuesta teórica de Laclau y Mouffe, [14] aporta conceptos e ideas que ayudan a entender la articulación entre planos discursivos diversos que confluyen o se tensan en espacios sociales complejos. La hegemonía para nuestros autores se construye a través del discurso, donde se negocian superficies discursivas contradictorias, [14:129] y donde las articulaciones entre los planos del discurso son entendidas como prácticas, no como sistemas relacionales dados. Las articulaciones son movimientos contingentes que intentan organizar fragmentos de realidad para darles sentido y unidad, no obstante, en el campo de las articulaciones, lo social es entendido como “abierto”, como algo inacabado, siempre en constante reconfiguración, como una “esencia negativa” de lo existente donde no se puede domesticar la diferencia. [14:132]

Una estructura discursiva es una práctica articulatoria que constituye y organiza las relaciones sociales. La noción de articulación es básica para elaborar el concepto de hegemonía. El momento relacional, articulatorio, se recubre de formas simbólicas en el ámbito de la sobredeterminación. Las relaciones de articulación suponen un sistema de relaciones diferenciales (configuración), y, por lo tanto, el carácter relacional o no de la identidad de los elementos intervinientes. [14:140] Por ejemplo, en el Estado laico, la articulación tiene lugar al establecer un mecanismo a través del cual se propicie la participación de los grupos religiosos en un ordenamiento público sin que ello signifique anular sus diferencias confesionales.

Laclau y Mouffe [14:142-143] sostienen que la articulación sucede entre objetos en movimiento, donde la presencia de unos en otros hace imposible saturar la identidad de ninguno de ellos. Se constituye un campo simbólico de sobredeterminaciones de unas identidades por otras y de la relegación de toda forma de fijación paradigmática. Las prácticas que establecen relaciones entre elementos, donde la identidad de éstos resulta modificada como resultado de esa práctica es denominada por los autores como articulación. A la totalidad estructurada resultante de la práctica articulatoria la llaman discurso. Los momentos son posiciones diferenciales en tanto aparecen articulados en el interior de un discurso y los elementos son toda diferencia que no se articula discursivamente. La coherencia de una formación discursiva, según Foucault, [15] se expresa en la dispersión como principio de unidad, la configuración podría definirse como un conjunto de posiciones diferenciales que en contextos de exterioridad puede ser significado como totalidad, y donde la identidad es necesariamente relacional. La necesidad deriva de la regularidad de un sistema de posiciones estructuradas. Para Foucault, [15] los discursos son dominios prácticos limitados por sus reglas de formación y sus condiciones de existencia. Esta formulación lo llevó a acuñar la noción de "formaciones discursivas" para referirse al conjunto de reglas anónimas e históricamente determinadas, que se imponen a todo sujeto hablante y que delimitan el ámbito de lo enunciable y de lo no enunciable en un momento y en un espacio. La noción permite entonces espacializar y temporalizar el discurso en relación con campos estructurada y jerárquicamente constituidos. En la arena de lo religioso, el Estado laico dispone de un campo con posiciones diferenciadas basado en el discurso ético jurídico del laicismo que sostiene la libertad de conciencia, la igualdad y la participación ciudadana en contextos democráticos.

Sin embargo, si la contingencia y la articulación son posibles es porque ninguna formación discursiva es una totalidad saturada y la fijación de los elementos en momentos no es nunca completa. Para Laclau y Mouffe, [14] todo objeto se constituye como objeto del discurso, no hay diferencia entre lo discursivo y lo no discursivo. Toda distinción entre aspectos lingüísticos y relacionados con la acción son constitutivos de la práctica social.

Diversas posiciones del sujeto aparecen dispersas en una formación discursiva. La práctica de la articulación como fijación/dislocación de un sistema de diferencias atraviesa el espesor material de las instituciones, de los rituales y de las prácticas de diverso orden para estructurar formaciones discursivas específicas. Las estructuras discursivas tienen un carácter material, no sólo mental, esto es, lo material incide en el lenguaje y viceversa, y el conjunto de ambos es el discurso. Las identidades relacionales, siguiendo a Wittgenstein, [16] son juegos de lenguaje, donde el discurso tiene una existencia objetiva expresada en secuencias relacionales ligadas a la experiencia. La vida religiosa, con sus potencialidades y limitaciones, tiene sentido en un ámbito de significados donde los pensamientos y los actos adquieren significado, a pesar de las contradicciones discursivas que confluyen en él.

La apertura o cierre de una formación discursiva amplía el campo de la objetividad y de la creación de las condiciones que posibilitan pensar las relaciones. Al eliminar la dicotomía entre lo discursivo y lo extra-discursivo, pensamiento y realidad, se abre el campo de categorías para dar cuenta de lo social. Así, no hay identidad que logre constituirse plenamente, la totalidad discursiva no está dada y delimitada, siempre es incompleta y penetrada por la contingencia. La transición de “elementos” a “momentos” nunca se cierra totalmente, se crea una “tierra de nadie” que hace posible la práctica articulatoria. En palabras de Laclau y Mouffe “las relaciones no logran absorber a las identidades”, [14] el campo de las identidades que nunca logran ser plenamente fijadas es el campo de la sobredeterminación. La laicidad está siempre interpelada y en constante construcción, pues no logra imponerse como totalidad discursiva, está siempre reinventándose en la dinámica de las articulaciones y las oposiciones.

La práctica social se da en el campo de la discursividad, dónde no existe la posibilidad de fijar significados últimos. Sólo puede haber fijaciones parciales para hacer posible el flujo de las diferencias, para diferir y subvertir el sentido. El discurso, como el de la laicidad, se constituye como intento por dominar el campo de la discursividad, por detener el flujo de las diferencias y construir un centro, esto es, por el deseo de tener una estructura que está siempre ausente al final. Los puntos discursivos privilegiados son puntos nodales que establecen posiciones y tratan de fijar el sentido en la cadena de significantes.

La práctica de la articulación consiste entonces en la construcción de puntos nodales que fijan parcialmente el sentido, y el carácter contingente de esa fijación procede de la apertura de lo social, resultante a su vez del constante desbordamiento de todo discurso por la infinitud del campo de la discursividad. Al referirse al sujeto, Laclau y Mouffe [14:155] explican que toda experiencia depende de las condiciones discursivas de posibilidad precisas. El sujeto participa del carácter abierto de todo discurso y no logra fijar dichas posiciones en un sistema cerrado de diferencias. Por lo tanto, el análisis no puede prescindir de las formas de sobredeterminación de unas posiciones por otras, del carácter contingente de toda necesidad que es inherente a toda diferencia discursiva. Los sujetos, individuales o colectivos, se constituyen en torno a intereses determinados en y por su posición en un campo. Por ejemplo, los grupos religiosos tienen sus propias dinámicas internas y sus configuraciones discursivas propias, pero actúan y se posicionan en entramados sociales más amplios, por ejemplo en la esfera pública a nivel político. Las ambigüedades entre estos planos encuentran condiciones de posibilidad concretas y se constituyen en niveles discursivos distintos.

Si la dispersión de posiciones es una condición de toda práctica articulatoria, esa dispersión no tiene porque adoptar necesariamente la forma de una separación entre los diferentes componentes de la identidad de los agentes sociales. La relación entre dichos componentes es la unidad precaria de una tensión. De ahí que se pueda afirmar que la relación de articulación no es una relación de necesidad. La categoría sujeto está penetrada por el mismo carácter polisémico, ambiguo e incompleto que la sobredeterminación acuerda a toda identidad discursiva. El juego de la sobredeterminación, entendida como el horizonte de una totalidad imposible u utópica, hace posible la articulación hegemónica.

Sin embargo, existe una noción clave en la propuesta teórica de Laclau y Mouffe, [14:168] para comprender la categoría de sujeto, esta es la de antagonismo. El argumento parte de las siguientes afirmaciones: la presencia del otro me impide ser totalmente yo mismo, ni el otro puede ser plenamente él mismo. La relación entre los sujetos no surge de identidades plenas, sino de la imposibilidad de constitución de las mismas. El ser objetivo del otro, es un símbolo de mi no ser y de ese modo soy desbordado por una pluralidad de sentidos que me impide fijarme como positividad plena. De ahí que el antagonismo sea el fracaso de la diferencia que no alcanza la objetividad plena (objetivación) y sólo se puede expresar como metáfora ante la imposibilidad de la sutura última. El antagonismo es la experiencia del límite de lo social. Entre la pretensión de universalidad abstracta y la fuerza de la particularidad concreta, tensa la relación entre ellos y genera innumerables discursos que pretenden explicar la ambigüedad y cerrar, lo que seguirá permaneciendo abierto.

Si la sociedad no es transparente a si misma porque no logra constituirse como campo objetivo, tampoco es transparente a sí mismo el antagonismo, ya que no logra disolver totalmente la objetividad de lo social. La autonomía es un requisito para que el antagonismo como tal pueda emerger. A pesar de que el laicismo a través de sus aspiraciones de neutralidad busque articular la diversidad religiosa, constituye una formación discursiva abierta, interpelada por la autonomía de quienes se articulan, siempre parcialmente, y quienes permanecen como elementos flotantes no ligados a ella.

El campo general de emergencia de la hegemonía es el de las prácticas articulatorias, es decir, un campo en el que los elementos no han cristalizado en momentos. La hegemonía supone el carácter incompleto y abierto de lo social, lo que lleva a la pregunta ¿quién es el sujeto articulante? Para Laclau y Mouffe, [14:173] el sujeto hegemónico, como el sujeto de toda práctica articulatoria, debe ser parcialmente exterior a lo que articula, pero esa exterioridad no puede ser concebida como la existente entre dos niveles antagónicos diversos. Más bien entre discurso y campo de discursividad. De esta forma, tanto la fuerza hegemónica como el conjunto de elementos homogeneizados se constituyen en un mismo plano, el campo de discursividad, en tanto que la exterioridad sería la correspondiente a formaciones discursivas diversas, donde existe cierta regularidad en la dispersión. La exterioridad expresada en posiciones de sujeto situado en el interior de ciertas formaciones discursivas y de “elementos” que carecen de una articulación precisa, hacen surgir esta ambigüedad que a su vez posibilita la articulación en puntos nodales que fijan parcialmente el sentido de lo social en un sistema organizado de diferencias.

Las dos condiciones de una articulación hegemónica son: la presencia de fuerzas antagónicas que generen equivalencias, y la inestabilidad de las fronteras que las separan. Una expresión histórica denominada hegemónica es un espacio social relativamente unificado a través de la institución de puntos nodales y de la constitución de identidades tendencialmente relacionales. En una hegemonía exitosa, en este caso el laicismo, las prácticas articulatorias logran construir un sistema estructural de diferencias e identidades relacionales. La dimensión hegemónica sólo se expande en la medida en que se incrementa el carácter abierto, no saturado, de lo social.

Una formación hegemónica abarca también lo que se le opone, en la medida en que la fuerza opositora acepta el sistema de articulaciones básicas de dicha formación como aquello que ella niega, pero el lugar de la negación es definido por los parámetros internos de la propia formación. La articulación básica que produce una formación discursiva hegemónica en el Estado laico es la interculturalidad, el respeto a la diversidad, a los derechos humanos y la igualdad ante la ley, las asociaciones religiosas se vinculan al proyecto hegemónico pero no pierden su especificidad.

La hegemonía es un tipo de relación, no una localización precisable en el campo de una topografía de lo social. Al tratarse de un modo de relación no necesariamente tiene connotación positiva o negativa, ni significa opresión. Puede haber puntos nodales hegemónicos (comités interreligiosos, dirección de asuntos religiosos, códigos normativos….), algunos de ellos altamente sobredeterminados, también pueden constituirse puntos de condensación de una variedad de relaciones sociales, y en esa medida ser el centro de irradiación de una multiplicidad de efectos totalizantes, pero, en la medida en que lo social es una infinitud irreductible a ningún principio unitario subyacente, la mera idea de un centro de lo social carece de sentido. “Centro”, “poder”, “autonomía”, etc. son lógicas sociales, contingentes, que como tales adquieren su sentido en contextos coyunturales y relacionales precisos, en los que siempre estarán limitados por otras lógicas, muchas veces contradictorias. Ninguno de ellos tiene una validez absoluta, pueden ser subvertidos.

Así, una formación hegemónica, es una totalidad articulada de diferencias, un conjunto de momentos discursivos. [14:187] En la formación hegemónica existe la condición de la continua redefinición de los espacios sociales y políticos, y de los constantes desplazamientos de los límites que construyen la división social. Lo que define los límites de la formación en cuanto tal son las prácticas articulatorias, como proceso abierto en un cierto espacio donde operan en su interior. En suma, la indeterminación de lo social, lleva a la lógica articulatoria y de ahí a la formación hegemónica.

4. Comentario final

A lo largo de este artículo hemos visto la forma en que el discurso de la laicidad se ha construido y re-construido en el marco del espíritu democrático, libertario e igualitario de las sociedades modernas occidentales, y las respuestas a la paradoja de mantener principios universales respetando la diversidad cultural. Hemos asistido a la reformulación del concepto de laicidad, desde la secularización hasta la versión intercultural actual, que sigue afirmando la separación de lo público y lo privado. Las transformaciones a la hegemonía del laicismo, como sobredeterminación discursiva, han sido constantes, sin embrago, ha logrado afianzar ciertos puntos nodales que le dan consistencia y estabilidad, sin omitir su carácter precario. La defensa de la pluralidad, de los derechos humanos y de la participación acotada en el ámbito de lo público ha permitido la articulación de una formación discursiva abierta logrando establecer equivalencias. La hegemonía discursiva del laicismo tiene referentes en la acción social que la refrendan en la práctica real. Los grupos y las asociaciones religiosas actúan como sujetos posicionados y utilizan su capital (social, simbólico, político, económico, moral…) para jugar en el campo discursivo, y lograr momentos de articulación de elementos dispersos o conflictos cuando existen posiciones antagónicas. El campo siempre tenso y cambiante de lo religioso es la arena donde se mueven los sujetos (individuales y colectivos), donde la identidad de los actores es relacional y por lo tanto contingente, múltiple e inacabada, siempre abierta al juego donde se ejerce poder y se reformulan las estrategias en contextos indeterminados. El laicismo como discurso hegemónico se empata, en el marco de un proyecto ético-político liberal, con la lucha por sociedades democráticas, igualitarias y plurales y apuesta por la convivencia armónica, a pesar de estar consciente de que es una utopía inalcanzable, sin embargo, tiene gran fuerza en la orientación de la acción subjetiva y objetiva.

Referencias

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