La imposibilidad del cristianismo / Lucero González Suárez
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En la cruz, en total obediencia a la voluntad salvíca del Padre, Jesucris-
to se entregó a sí mismo. La donación que allí se hace patente no es un su-
ceso aislado; es la forma de ser-en-el-mundo del Hijo. La existencia entera de
Jesucristo, que “incluye toda su trayectoria en este mundo: su bajada, su mi-
nisterio en obras y palabras, su ‘elevación’, su presencia continuada por el
Paráclito” (León-Dufour, 1989, p. 243), es la expresión total y denitiva de la
automanifestación de Dios en el mundo.
Ahora bien, sin que ello implique una negación de lo antes dicho, porque
la donación es un proceso, el acontecimiento en el que alcanza su clímax es
la cruz. Es allí donde, por amor al hombre y en obediencia al Padre, Jesucris-
to entrega voluntariamente la totalidad de su existencia, con el n de liberar
al hombre del pecado.
En el cuarto cántico del Siervo Sufriente, se arma: “Veréis a mi Siervo
prosperar; será enaltecido, levantado y ensalzado sobremanera” (Nueva Biblia
de Jerusalén, 1998, Is 52, 13). La comunidad joánica no comprendió el levanta-
miento al que aludió al profeta como sinónimo de gloria mundana. Antes bien
en aquellas palabras descubrió una expresión simbólica de la elevación de Je-
sucristo en la cruz, que él mismo anticipó diciendo: “Como Moisés elevó la
serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que
todo el que crea tenga vida eterna” (Nueva Biblia de Jerusalén, 1998, Jn 3, 13).
El encuentro con Dios en Cristo solo puede darse al pie de la cruz. Quien
invita a la salvación, desde la cruz, es el Siervo Sufriente, no el señor resuci-
tado, sentado a la diestra del Padre. Puesto que, como Kierkegaard (2009) re-
cuerda al cristiano, “desde la majestad Él no ha dicho ninguna palabra” (p. 49).
El Crucicado habla a todas las generaciones diciendo: “Venid a mí todos
los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso” (Nueva Biblia
de Jerusalén, 1998, Mt 11, 28-30). La necesidad de redención solo se descubre
desde la culpabilidad, entendida como conciencia subjetiva del pecado. Quien
aún no conoce el sufrimiento religioso, provocado por la separación del Pa-
dre que el pecado trae consigo, tampoco tiene la necesidad de ser salvado, aun
cuando haya incurrido en alguna transgresión.
Por parte de Dios, la redención ha tenido lugar ya, de forma denitiva, con
la entrega amorosa del Crucicado. En la cruz, Jesús declaró: “Consumado es.
Y habiendo inclinado la cabeza, entregó el espíritu” (Nueva Biblia de Jerusa-
lén, 1998, Jn 19, 30). No obstante, para llegar a la reconciliación con Dios, el in-
dividuo tiene que hacer suya la redención, creyendo en el nombre del Hijo. Es
decir, vinculándose con el Crucicado desde la fe.
La relación entre el creyente y Cristo, que funda la fe, posee un carácter
absoluto. La fe no se da entre el primero y el género humano, a no ser de modo