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La imposibilidad del cristianismo. Los límites de la
contemporaneidad en El evangelio de los sufrimientos, de
Kierkegaard
The impossibility of christianity. The limits of contemporaneity in
The Gospel of Suerings, by Kierkegaard
Lucero González Suárez
Universidad La Salle México
: 0000-0002-3967-389X
Resumen
El presente artículo es fruto de una interpretación losóca de El evange-
lio de los sufrimientos, cuyo hilo conductor es la identicación de los rasgos
esenciales del cristianismo. Las páginas que ahora se ofrecen a la considera-
ción del lector constituyen un análisis fenomenológico-hermenéutico de la
manera en que el cristiano se relaciona con las cosas, con la naturaleza, con el
prójimo y consigo mismo, con base en la fe. La tesis que se busca demostrar es
que el cristianismo es un modo de existencia cuya realización plena es impo-
sible porque nadie puede sufrir como lo hizo Cristo en la cruz.
Abstract
This article is the result of a philosophical interpretation of The Gospel of
Suerings, the axis of which is the identication of the essential features of
Christianity. The pages that are now oered for the reader’s consideration
constitute a phenomenological-hermeneutic analysis of the way in which the
Christian relates to things, to nature, to his signicant other and to himself.
The thesis to be demonstrated is that Christianity is a way of existence the
full realization of which is impossible because no one can suer as Christ did
on the cross.
Palabras clave
Cristianismo, Kierkegaard, fe, reduplicación, sufrimiento.
Keywords
Christianity, Kierkegaard, faith, reduplication, suering.
Fecha de recepción: diciembre 2022
Fecha de aceptación: abril 2023
La imposibilidad del cristianismo / Lucero González Suárez
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Cuando se le ofreciere algún sinsabor y disgusto,
acuérdese de Cristo crucicado, y calle.
San Juan de la Cruz
Cuando Cristo decide hacerse el Salvador del mundo, un lamento atraviesa
toda la humanidad como un suspiro: “¿Por qué haces esto?, ¿quieres hacernos
infelices?”. Sencillamente porque llegar a ser cristiano de verdad es el mayor
sufrimiento humano: porque Cristo, como el absoluto, hace estallar toda la
relatividad en que vivimos los humanos para hacernos espíritu.
Kierkegaard
Introducción
El seguimiento del Crucicado funda la existencia cristiana. La característi-
ca distintiva del cristiano auténtico es dejarse conducir por aquel que lo guía
durante la vida hacia la vida” (Kierkegaard, 2018, p. 228). Esto es, que le indi-
ca la manera en que ha de relacionarse con las cosas, con la naturaleza, con el
prójimo y consigo mismo, con base en la fe.
La vida en Cristo presupone la autorrevelación de lo divino. Si el amor que
Dios es no se manifestara al mundo-sociedad, nadie podría acceder a su ex-
periencia. La metafísica conduce a la postulación de una causa eciente del
mundo, a través de la consideración de la existencia y atributos de la entidad.
Pero solo la fe, por ser una verdad subjetiva, conoce esencialmente al Dios
que, por amor al hombre y en obediencia al Padre, se deja crucicar.
Permanecer en la fe resulta imposible sin la renuncia a construir el sentido
de la existencia a partir de la autoarmación. Por la fe, el individuo solo quie-
re una cosa: imitar a aquel que dijo de sí mismo: “He descendido del cielo, no
para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió” (Nueva Biblia de
Jerusalén, 1998, Jn 6, 38). No se puede, a la vez, querer “ser alguien” según el
juicio de los mundanos y existir delante de Dios.
El hombre de fe solo anhela llegar a ser contemporáneo de Cristo: “Tan
pronto como existe un creyente, éste debe ser en cuanto tal [...] contempo-
ráneo suyo y permanecer siéndolo [...] esta contemporaneidad [...] es la fe
misma” (Kierkegaard, 2009, p. 31). No se llega a ser contemporáneo de Cris-
to intentando reproducir las acciones de Jesús de Nazaret en lo tocante a la
dimensión visible de los signos que realiza. Tal pretensión pondría al descu-
bierto la no distinción entre los aspectos esencial y accidental de las acciones
a través de las cuales se hace patente que, en Jesús de Nazaret, se expresa di-
vinidad del que lo envía para la salvación del mundo. El único camino para
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la contemporaneidad es la obediencia a la voluntad del Padre, que transfor-
ma los pensamientos, palabras y acciones del hombre en manifestaciones del
amor divino.
El presente artículo constituye una interpretación de “El evangelio de los
sufrimientos”, meditación incluida en los Discursos edicantes para diferentes
estados de ánimo de Kierkegaard (2018), destinada a la exhibición de los rasgos
esenciales del cristianismo. El camino del pensar elegido para llevar a térmi-
no dicha tarea es el análisis fenomenológico de la manera en que, a causa de
su relación con lo absoluto, el cristiano se vincula con lo relativo: las cosas que
pueblan el mundo, los otros y él mismo.
En la primera sección de este escrito se muestra que el encuentro con el
Siervo Sufriente marca el comienzo de la existencia creyente. En la segunda,
se hacen ver las exigencias del seguimiento. En la tercera, se ponen al descu-
bierto los límites de la contemporaneidad.
A lo largo de todo el texto, la interpretación del mesianismo de Jesús, a la
luz de los cánticos del Siervo Sufriente (Nueva Biblia de Jerusalén, 1998, Is 42,
1-9; 19, 1-7; 50, 4-11; 53), toma como punto de partida las enseñanzas del Evan-
gelio según san Juan. Anticipándome a una posible objeción por parte del co-
nocedor de la obra del lósofo danés, admito que, al meditar sobre la relación
entre el sufrimiento redentor del Crucicado y el sufrimiento al que está ex-
puesto el discípulo, Kierkegaard toma como referencia los evangelios sinópti-
cos. ¿Por qué entonces es legítimo el camino para la reexión antes descrito?
Sin intención de demeritar la importancia de los evangelios sinópticos, para
quien haya profundizado en el estudio de la literatura joánica, será eviden-
te que, a partir de la cristología elevada que ofrece, cabe comprender de un
mejor modo tanto la semejanza como la diferencia entre el Siervo Sufriente
(que en la cruz padece como inocente) y el individuo (que siempre sufre como
culpable).
La tesis por demostrar es que el cristianismo es un modo de existencia cu-
ya realización plena es imposible porque nadie puede sufrir como lo hizo Cris-
to en la cruz, lo cual convierte a la contemporaneidad con el Siervo Sufriente
en un anhelo inalcanzable, mas no por ello vano.
La importancia de la meditación losóca que aquí se ofrece se sitúa en la
misma línea del esfuerzo kierkegaardiano por hacer patente qué signica ser
cristiano para evidenciar las dicultades inherentes a la salvación. Sin este
reconocimiento, y con la mayor facilidad, el cristianismo se degrada en cris-
tiandad; la Iglesia peregrina se confunde con la Iglesia triunfante; la sal de la
tierra se envanece.
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El encuentro con el Siervo Sufriente:
comienzo de la existencia creyente
La identicación del logos preexistente con el logos encarnado había sido an-
ticipada por los sabios de Israel. El autor de Sabiduría declara: 1) que la crea-
ción tuvo lugar por la palabra; 2) que la sabiduría, que conoce las obras de
Dios, estaba a su lado en la creación del mundo (Nueva Biblia de Jerusalén,
1998, Sab 9, 1-9). La lectura tipológica de este pasaje remite directamente al
misterio de la encarnación.
En la encarnación del logos preexistente, la carne posee un carácter dual.
Porque el logos se hizo carne, puso su morada entre nosotros (Nueva Biblia de
Jerusalén, 1998, Jn 1, 14). No obstante, la manifestación de lo divino en la car-
ne, por cuanto es paradójica, opaca su presencia. Ya que para la razón es inad-
misible que un individuo sea Dios.
El desconcierto corre el riesgo de convertirse en escándalo cuando se cae
en la cuenta de que la promesa de salvación hecha al pueblo elegido alcanza
su cumplimiento con el envío del Siervo Sufriente. Lo más difícil de entender
para quienes esperaban la llegada del Mesías fue comprender, gracias a la fe,
que, en su paso por el mundo, el que era verdadero Dios y verdadero hombre
caminó “bajo la humilde forma de un sirviente, indigente, abandonado” (Kier-
kegaard, 2018, p. 233).
El mesianismo de Jesús solo se comprende, hasta donde el misterio de la
revelación lo permite, a la luz de los cánticos del Siervo de Yahvé, cuatro poe-
mas donde se anuncia que la redención del pueblo elegido se realizará por la
intervención del Siervo Sufriente, quien ofrecerá su vida para liberarlo de la
esclavitud del pecado.
En el contexto veterotestamentario, todo aquel que ha sido elegido pa-
ra una misión ligada a la salvación es denominado “siervo”. Es por ello que
las posturas de los exégetas oscilan entre la identicación del Siervo Sufrien-
te a) con un individuo, que ha existido en el pasado o que existe en la época
en que aparece el texto profético; b) con una colectividad: Israel; y c) con una
personalidad corporativa: un individuo que asume plenamente su pertenen-
cia y compromiso con el pueblo al que pertenece y por el que está dispuesto
a dar la vida.
Con frecuencia, la primera acepción se considera apropiada para la inter-
pretación del cuarto cántico; la segunda, generalmente, se aplica a los tres
primeros. ¿Hay motivos sucientes que avalen este segundo modelo interpre-
tativo? Coincido con José Antonio Sayés (2005) en que la hipótesis no se sos-
tiene por las siguientes razones:
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El Siervo Israel aparece en los capítulos 40-48 de Isaías como pecador y culpable
(Is 40, 2; 43, 24-28; 44, 12; 47, 8; 48, 1-14), mientras que el Siervo de Yahvé es inocen-
te (Is 41, 1-4; 50, 4-6; 53, 9). El Siervo Israel aparece como rebelde (Is 42, 4; 49, 6).
Añadamos también que el Siervo Israel está ciego y mudo (Is 42, 19), mientras que
el Siervo de Yahvé es luz de las naciones y abre los ojos a los ciegos (Is 42, 6-7; 49,
6). El Siervo Israel está cautivo (Is 42, 24), mientras que el Siervo de Yahvé es liber-
tador de los cautivos (Is 42, 7; 49, 6) (p. 147).
Tras el encuentro con el Resucitado, bajo la guía del Espíritu, cuando los
autores del Nuevo Testamento aplican los cánticos del Siervo de Yahvé “inter-
pretados mesiánicamente, a Jesús, no estarían inventando una nueva lectura
del texto, sino viendo cumplido algo de que estaban convencidos —lo mismo
que otros judíos de Palestina— que había sido profetizado en ese pasaje del li-
bro de Isaías” (Varo, 1990, p. 529).
Los relatos de la pasión narran el sufrimiento de Jesucristo tomando co-
mo horizonte de comprensión los cánticos del Siervo de Yahvé (Nueva Biblia
de Jerusalén, 1998, Jn 19, 1-3, 17-18, 23-24). En tal sentido, muestran que, en su
condición de Siervo Sufriente, Jesucristo
¡[…]cargó con nuestros males y soportó todas nuestras dolencias! Nosotros le tuvi-
mos por azotado, herido de Dios y humillado. Mas fue herido por nuestras faltas,
molido por nuestras culpas. Soportó el castigo que nos regenera y fuimos curados
con sus heridas (Nueva Biblia de Jerusalén, 1998, Is 53, 4-5).
Que Jesucristo haya cargado con el pecado de la humanidad signica que
lo asumió para transformar la culpabilidad en conciencia redimida. No fue el
pecado personal lo que provocó el sufrimiento de Jesucristo durante su pasión
y muerte de cruz. Siendo inocente, para liberarlos de su esclavitud moral y es-
piritual, Jesucristo tomó sobre sí mismo el pecado de los moradores del mun-
do. Esto mismo da a entender san Pablo cuando arma, reriéndose a Cristo:
A quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos
a ser justicia de Dios en él” (Nueva Biblia de Jerusalén, 1998, 2 Co 5, 21).
Para el judío que solo es tal en el sentido sociológico del término, es decir,
que en términos reales carece de fe y no conoce esencialmente al Padre, Jesús
de Nazaret no es más que un rebelde que, acusado de blasfemia, murió en la
cruz, luego de ser humillado y herido. Respecto de tal tipo de muerte, la ense-
ñanza de las sagradas escrituras es muy clara:
Si alguno hubiere cometido algún crimen digno de muerte, y lo hiciereis morir, y
lo colgareis de un madero, no dejaréis que su cuerpo pase la noche sobre el made-
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ro; sin falta lo enterrarás el mismo día, porque maldito por Dios es el colgado, y no
contaminarás tu tierra que Jehová tu Dios te da por heredad (Nueva Biblia de Jeru-
salén, 1998, Dt 21, 22-23).
Al pie de la cruz, quien no reconoce en Jesús al Mesías solo distingue un
individuo que, según el testimonio de las autoridades del templo, incurre en
blasfemia porque, siendo hombre, se hace Dios (Nueva Biblia de Jerusalén,
1998, Jn 10, 33).
La ceguera espiritual acerca de la divinidad del Hijo no está provocada por
la ortodoxia, ni por la ortopraxis judía. La existencia del Hijo es manifesta-
ción plena del Padre (Nueva Biblia de Jerusalén, 1998, Jn 14, 10). Ver al Hijo es
ver al Padre (Nueva Biblia de Jerusalén, 1998, Jn 14, 9). Aquello que explica el
no reconocimiento de la condición mesiánica de Jesús es la no escucha de la
voz y la falta de visión del rostro del Padre (Nueva Biblia de Jerusalén, 1998,
Jn 5, 36-42).
Jesucristo fue traspasado por nuestras culpas en dos sentidos. En primer
lugar, es el pecado no puricado de los mundanos lo que desata la violencia
en su contra. Jesús padeció en la carne la violencia de quienes, para no ver la
injusticia de sus obras, fraguaron del plan de exterminar “la luz del mundo”
(Nueva Biblia de Jerusalén, 1998, Jn 8, 12). En segundo término, es en la cruz
donde realiza la mayor obra de la historia de salvación. El hombre ha sido cu-
rado, es decir, regenerado, por las cicatrices del Siervo de Yahvé. En vez de per-
mitir que el castigo por el no cumplimiento de la voluntad del Padre recaiga
sobre la humanidad desobediente, en un acto de amor innito, el Siervo de
Yahvé es hecho pecado para vencer denitivamente el dominio de este último
sobre el mundo-sociedad.
La entrega voluntaria de Jesucristo en la cruz, que solo adquiere sentido a
partir de la revelación de que “Dios es amor” (Nueva Biblia de Jerusalén, 1998,
1 Jn 4, 8), se da a causa del pecado y en favor de toda la humanidad. Jesús es el
buen pastor que “expone su vida por sus ovejas” (Nueva Biblia de Jerusalén,
1998, Jn 10, 11). Él se ha desprendido de la vida para hacer a todos los hombres
partícipes de la vida eterna, aludida en Jn 3, 16.
Podría pensarse que, en el contexto, la amenaza que pesa sobre las ovejas hace des-
plazar la muerte sobre el Pastor, pero eso sería confundir los planos en la presenta-
ción joánica, la amenaza que se cierne sobre las ovejas es de orden simbólico, es su
pérdida (cf 9) en sentido opuesto a la vida eterna, mientras que la muerte para Je-
sús es el desprendimiento de su psykhé, de su vida en sentido concreto (León-Du-
four, 1992, p. 293).
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El amor que Jesús expresa es absoluto. “Nadie tiene un amor más gran-
de que el amor del que entrega su propia vida por los que ama” (Nueva Bi-
blia de Jerusalén, 1998, Jn 15, 3). La entrega voluntaria que hace de sí mismo
constituye la manifestación más radical de que, esencialmente, el amor es
autodonación.
La entrega voluntaria de sí mismo que Jesucristo lleva a cabo en la cruz
posee un carácter sacricial. Él es “el cordero de Dios que quita el pecado del
mundo” (Nueva Biblia de Jerusalén, 1998, Jn 1, 29). Por Jesucristo, con él y en
él, se cumple el mensaje profético de Isaías a Israel, acerca de que “su peca-
do se había perdonado” (Nueva Biblia de Jerusalén, 1998, Is 40, 2). Con expec-
tación, el pueblo elegido aguardaba la llegada del enviado del Padre, al que se
atribuía una doble función: no solamente la de “suprimir los pecados indivi-
duales, sino la de poner n al dominio del pecado” (León-Dufour, 1989, p. 135).
Quitar los pecados del mundo, en el sentido de perdonarlos, es una acción ex-
clusiva de Dios.
De acuerdo con la interpretación generalizada de los textos de la pasión,
el cordero de Dios es el Siervo Sufriente. Empero, hay que recordar que el cor-
dero del que hablo en profeta no quita el pecado, sino que lo lleva (Nueva Bi-
blia de Jerusalén, 1998, Is 53, 7). Jesús, a diferencia de este, es “aquel por el
que Dios interviene ofreciendo a los hombres la reconciliación perfecta con él”
(León-Dufour, 1989, p. 138).
El sacricio amoroso del Crucicado es la revelación máxima del amor del
Padre hacia los hombres: “Dios amó tanto al mundo que dio a su Hijo úni-
co, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga la vida eter-
na” (Nueva Biblia de Jerusalén, 1998, Jn 3, 16). El motivo del envío del Hijo, por
parte del Padre es el amor al mundo-sociedad. El n último del envío es la
participación en la vida eterna, que se ofrece al hombre por la entrega amoro-
sa del Hijo (Nueva Biblia de Jerusalén, 1998, Jn 10, 10).
Lejos de lo que habitualmente se piensa, la vida eterna no radica en el
asentimiento ante una fórmula dogmática, sino en disponerse favorablemen-
te para acoger la verdad subjetiva de la fe.
1
El n último de la existencia es co-
nocer, por fe, el amor que Dios es. Lo anterior, puesto que Dios es amor y la
expresión máxima del amor es la cruz, signica amar a Dios y al prójimo como
Cristo lo hizo desde la dureza de la cruz.
1
En palabras de Guerrero (2004), Kierkegaard acuña la expresión “verdad subjetiva” para refe-
rirse a “aquellas realidades que cada individuo debe apropiarse. ¿Qué signica esto? Una ver-
dad subjetiva implica que lo conocido no me puede dejar indiferente” (p. 30). Reconocer que la
fe es una verdad subjetiva impide caer en el error de concebirla como un mero asentimiento
ante juicios cuyo sentido no se ha llegado a comprender.
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En la cruz, en total obediencia a la voluntad salvíca del Padre, Jesucris-
to se entregó a sí mismo. La donación que allí se hace patente no es un su-
ceso aislado; es la forma de ser-en-el-mundo del Hijo. La existencia entera de
Jesucristo, que “incluye toda su trayectoria en este mundo: su bajada, su mi-
nisterio en obras y palabras, su ‘elevación’, su presencia continuada por el
Paráclito” (León-Dufour, 1989, p. 243), es la expresión total y denitiva de la
automanifestación de Dios en el mundo.
Ahora bien, sin que ello implique una negación de lo antes dicho, porque
la donación es un proceso, el acontecimiento en el que alcanza su clímax es
la cruz. Es allí donde, por amor al hombre y en obediencia al Padre, Jesucris-
to entrega voluntariamente la totalidad de su existencia, con el n de liberar
al hombre del pecado.
En el cuarto cántico del Siervo Sufriente, se arma: “Veréis a mi Siervo
prosperar; será enaltecido, levantado y ensalzado sobremanera” (Nueva Biblia
de Jerusalén, 1998, Is 52, 13). La comunidad joánica no comprendió el levanta-
miento al que aludió al profeta como sinónimo de gloria mundana. Antes bien
en aquellas palabras descubrió una expresión simbólica de la elevación de Je-
sucristo en la cruz, que él mismo anticipó diciendo: “Como Moisés elevó la
serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que
todo el que crea tenga vida eterna” (Nueva Biblia de Jerusalén, 1998, Jn 3, 13).
El encuentro con Dios en Cristo solo puede darse al pie de la cruz. Quien
invita a la salvación, desde la cruz, es el Siervo Sufriente, no el señor resuci-
tado, sentado a la diestra del Padre. Puesto que, como Kierkegaard (2009) re-
cuerda al cristiano, “desde la majestad Él no ha dicho ninguna palabra” (p. 49).
El Crucicado habla a todas las generaciones diciendo: “Venid a mí todos
los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso” (Nueva Biblia
de Jerusalén, 1998, Mt 11, 28-30). La necesidad de redención solo se descubre
desde la culpabilidad, entendida como conciencia subjetiva del pecado. Quien
aún no conoce el sufrimiento religioso, provocado por la separación del Pa-
dre que el pecado trae consigo, tampoco tiene la necesidad de ser salvado, aun
cuando haya incurrido en alguna transgresión.
Por parte de Dios, la redención ha tenido lugar ya, de forma denitiva, con
la entrega amorosa del Crucicado. En la cruz, Jesús declaró: “Consumado es.
Y habiendo inclinado la cabeza, entregó el espíritu” (Nueva Biblia de Jerusa-
lén, 1998, Jn 19, 30). No obstante, para llegar a la reconciliación con Dios, el in-
dividuo tiene que hacer suya la redención, creyendo en el nombre del Hijo. Es
decir, vinculándose con el Crucicado desde la fe.
La relación entre el creyente y Cristo, que funda la fe, posee un carácter
absoluto. La fe no se da entre el primero y el género humano, a no ser de modo
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incidental; sino entre aquél y el particular. La “ley de la existencia que Cristo
ha instituido para ser hombre es: ponerse como singular en relación con Dios”
(Kierkegaard, 1982, p. 48).
Como Kierkegaard (2011) advierte, “una persona puede hacer mucho por
otra, pero no puede darle la fe, aunque se hable de manera muy diversa en el
mundo” (p. 45). Lo cual deja entrever san Juan en su evangelio cuando, al ha-
blar del impacto que el mensaje de Jesús tuvo entre los samaritanos, advier-
te que muchos creyeron el testimonio de aquella mujer sin nombre que habló
a sus conciudadanos diciendo: “Venid a ver a un hombre que me ha dicho to-
do lo que he hecho. ¿No será el Cristo?” (Nueva Biblia de Jerusalén, 1998, Jn 4,
29). Pero que, al estar en la proximidad del Mesías, “decían a la mujer: ‘Ya no
creemos por tus palabras; que nosotros mismos hemos oído y sabemos que es-
te es el Salvador del mundo” (Nueva Biblia de Jerusalén, 1998, Jn 4, 42). La fe
no puede ser suscitada por el testimonio de alguien más; nace del encuentro
con el amor divino, en la cotidianidad.
La fe es conocimiento sobrenatural, y por tanto infuso, del Crucicado.
Kierkegaard denomina reduplicación a la manera en que el creyente se re-
laciona con el contenido de lo creído: siendo lo que se dice, haciendo de la
existencia una conrmación del discurso sobre el sentido de la salvación (Val-
verde, 2005). En la experiencia religiosa, conocer el amor que es Dios signica
amar como Cristo amó a la humanidad desde la cruz. De acuerdo con las ense-
ñanzas de la comunidad joánica, “el que no ama no ha conocido a Dios; porque
Dios es amor [...] En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado
a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por
nuestros pecados” (Nueva Biblia de Jerusalén, 1998, 1 Jn 4, 8. 10).
Las exigencias del seguimiento del Siervo Sufriente
Más que una experiencia aislada (ordinaria o extraordinaria), la religión es un
proceso de transformación vital, originado, sostenido y consumado por la ma-
nifestación elusiva de lo divino (González, 2020). En el cristianismo, lo divi-
no se revela bajo la gura paradójica del Siervo Sufriente. Puesto que el difícil
camino para llegar a la unión con lo divino es el seguimiento del Siervo Su-
friente, con el n de comprender el sentido de la existencia cristiana, es forzo-
so preguntarse cómo se ha de entender tal seguimiento.
Como primer paso para acceder a la comprensión del cristianismo como
modalidad de la vida fáctica, conviene distinguir entre el admirador y el imi-
tador de Cristo. El primero se mantiene distante de aquel a quien admira, sin
reparar en que la valoración positiva que hace de dicha forma de existencia
entraña una exigencia. A saber, la de llegar a ser aquello que admira. La admi-
ración de Cristo surge al reparar en la grandeza de su entrega amorosa en la
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cruz. Aquello que se admira no es el sufrimiento del Crucicado, sino el amor
que no encuentra en el sufrimiento un límite, puesto que “todo lo soporta
(Nueva Biblia de Jerusalén, 1998, 1 Co, 13, 7).
Desde su condición temporal y nita, el individuo no tiene la posibilidad
de imitar a Jesucristo en su grandeza, pero sí en su obediencia al Padre.
2
Lo
propio del imitador es esforzarse por hacerse semejante a Cristo en lo que to-
ca a su obediencia (hasta la muerte de cruz) y a su “voluntad de convertirse
en nada” (Cockayne, 2017, p. 1). Seguir los pasos del Crucicado signica no te-
ner, a semejanza de este, más voluntad que hacer la voluntad del Padre. Esto
exige trabajar de forma ininterrumpida en la negación activa de la vana pre-
tensión de “ser alguien”, la cual constituye el origen de la preocupación mun-
dana. Para que la esencia de lo divino se manieste en sus obras, el individuo
tiene que estar dispuesto a anonadarse.
Jesucristo declara: “Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea
al Hijo y crea en él, tenga vida eterna” (Nueva Biblia de Jerusalén, 1998, Jn 6,
40). Puesto en expresiones kierkegaardianas, ver al Hijo es conocer, por la ver-
dad subjetiva de la fe, a aquel que, siendo la Verdad, con su sola presencia en
el mundo consuma la revelación del Padre. La vida eterna a la que se llega cre-
yendo en el nombre del Hijo, es participación existencial en el amor.
En Jesucristo, Dios se maniesta a sí mismo como amor gratuito, univer-
sal e ilimitado. El sentido del seguimiento no ha de confundirse con el sufri-
miento que no se funda en el amor. La vida cristiana no es una invitación a
sufrir. La imitación de Cristo se concreta en el llamado permanente a realizar
las obras del amor, a pesar del sufrimiento.
El cuarto cántico del Siervo Sufriente señala: “Muchos quedaron asombra-
dos al verlo —pues tan desgurado estaba que no parecía un hombre, ni su
apariencia era humana—” (Nueva Biblia de Jerusalén, 1998, Is 52, 14). Quien
no conoce por experiencia el amor cristiano, ante la presencia del que por
amor se dejó maltratar y humillar no siente más que repulsión.
La mirada mundana es engañosa. Ante el Crucicado, el judío carente de
fe solo ve pecado y maldición. Desde la cosmovisión que le es propia, en la cual
2
No se debe confundir la obediencia con la conformidad de voluntades. Las Sagradas Escritu-
ras arman respecto a Jesucristo que, “aunque era Hijo, de lo que sufrió aprendió la obedien-
cia” (Nueva Biblia de Jerusalén, 1998, Hch 5, 8). A causa de su identidad esencial con el Padre,
la voluntad de Jesús no diere del designio salvíco de aquel que lo envía. Ahora bien, en
su condición de Mesías-Siervo Sufriente, Jesucristo es modelo de obediencia por cuanto, para
cumplir la misión que le fue encomendada por el Padre, no dudó en entregar la propia vida. Je-
sús aprendió la obediencia de lo que sufrió en su “condición de hombre, se humilló a sí mismo,
haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Nueva Biblia de Jerusalén, 1998, Flp
2, 6-8).
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juega un papel importante, la teología del mérito, en la cruz, no puede más
que distinguir a un hombre castigado y herido por Dios a causa de sus peca-
dos. De ahí se sigue que, con todo derecho, solo merece desprecio. Sin fe, es im-
posible entender que, bajo la apariencia terrible del sufrimiento, se esconde la
expresión total del amor divino.
Quien recibe el don de la fe, a pie de la cruz, transita de la repulsión al en-
cuentro con la Verdad. Por la verdad subjetiva de la fe, “la desguración se ha
convertido en transguración” (Aleixandre, 1999, p. 281). Tal cambio de visión
pone al descubierto que la elección divina no es garantía de felicidad, sino lla-
mado al seguimiento del que por amor se dejó crucicar.
Porque el amor cristiano no conoce límites, el seguimiento de Cristo con-
duce a la alegría mundana. Porque los afanes mundanos le eran del todo aje-
nos, Jesús sufrió “cuando vino a los suyos y ellos no lo reconocieron, cuando
anduvo bajo la humilde condición de siervo y llevó a cabo el plan eterno de
Dios sus palabras parecieron fútiles; cuando Él, el único en quién hay salva-
ción, pareció superuo en el mundo” (Kierkegaard, 2018, p. 266). Debido a que
su presencia en medio de los hombres fue un ejercicio ininterrumpido del amor
perfecto, Cristo padeció continuamente la incomprensión de aquellos por quie-
nes dio la vida. De ahí se sigue que la única garantía que trae consigo la deter-
minación de amar como el Crucicado amó a los pecadores es el sufrimiento.
El sufrimiento cristiano “conlleva ‘padecer la maldad’, conscientes y per-
suadidos de que la verdad ha de sufrir en este mundo” (Larrañeta, 1995, p. 71).
Vivir en Cristo, quien de suyo es la Verdad hecha carne, supone inevitable-
mente sufrir. Más aún, todo aquel que haya sufrido por amor, entiende que, a
través de dicha experiencia, el hombre debe ser “destetado del mundo y de las
cosas de este mundo” (Kierkegaard, 2018, p. 270), ya que de otro modo jamás
llegaría a amar de forma auténtica.
La interpretación de la cruz de Cristo a partir de los cánticos del Siervo de
Yahvé revela una verdad sin paralelo: únicamente el sufrimiento amoroso es
redentor. El misterio de la cruz no gira en torno al vínculo entre divinidad y
sufrimiento, sino entre amor y sufrimiento. Desligada del amor preeminen-
te, universal, inmerecido e ilimitado que constituye la esencia de lo divino, la
cruz pierde sentido. El amor transforma el sufrimiento “ancándolo en lo que
es más propio del ser personal: la capacidad de disponer de sí mismo para ha-
cerse” (Ruiz de la Peña, 1997, p. 317).
Coincido totalmente con Larrañeta (1995) en que, en la vida cristiana, el
sufrimiento ha de ser comprendido vitalmente como una “auténtica teofanía,
es decir, como un lugar donde con notable seguridad y total transparencia
se maniesta Dios” (p. 72). Descubrir a Dios desde el sufrimiento no signi-
ca que, para ver a Dios, haya que sufrir. La cruz, en tanto que acontecimiento
La imposibilidad del cristianismo / Lucero González Suárez
178
fundante del cristianismo, no es la sacralización del sufrimiento: es la mani-
festación radical del amor, al que ni siquiera el sufrimiento puede imponer
obstáculos.
Por cuanto la cruz es la revelación máxima del amor divino, la existencia
cristiana inicia con la aceptación de una enseñanza terrible, motivo de escán-
dalo para el pagano: “El que no carga su cruz y me sigue, no puede ser mi dis-
cípulo” (Nueva Biblia de Jerusalén, 1998, Lc 14, 27). Solo es auténticamente
cristiano el sufrimiento por amor al Crucicado, que se deriva de seguimiento.
¿De qué modo se ha de cargar la cruz? La mansedumbre de Cristo se mos-
tró en que él no intentó que sus derechos fueran respetados. A pesar de que
en él no había pecado, no intentó convencer a quienes lo humillaron, maltra-
taron y nalmente crucicaron, de su inocencia. En la pasión, tampoco seña-
ló el pecado de quienes, no conociendo al Padre, no vieron en él más que a un
blasfemo.
Como el Siervo Sufriente del cuarto cántico de Isaías, porque ama, Jesu-
cristo sufre en silencio por causa del pecado, en favor de los pecadores. Cuan-
do llega la hora en que su misión será consumada, “no habla, ni proclama, ni
consuela, ni anuncia, ni anima: el encargo que se le había conado lo realiza
soportando’, ‘aguantando’, ‘cargando con’ [...] A la palabra del que no quebra-
ba la caña cascada ni apagaba el pabilo vacilante, ha sucedido el silencio to-
tal” (Aleixandre, 1999, pp. 277-278). No hay palabra adecuada para expresar el
sufrimiento del hombre-Dios, cuando padece la distancia del Padre. El acon-
tecer de lo divino, que de suyo es misterio, instaura un silencio que no se ha
de comprender desde la mera suspensión del habla, sino a partir de una dona-
ción que, al alcanzar su punto máximo, sobrepasa toda instancia de la nitud.
Aquello que pesaba sobre las espaldas del Siervo Sufriente era el pecado
del mundo. Mas, en vez dejarse oprimir bajo el peso innito de la conciencia
de pecado, de camino al Calvario, la llevó con ligereza. De acuerdo con Kierke-
gaard (2018), en esencia, la mansedumbre no es otra cosa que llevar con lige-
reza una pesada carga.
Quien quiera seguir al crucicado debe imitar su mansedumbre. ¡Terri-
ble tarea para una generación como la nuestra! Por lo general, sin reexionar
sobre el sentido de sus palabras, aun los que se dicen cristianos llaman su-
frimiento —o incluso “cruces”— a lo que es apenas una incomodidad; o bien
confunden el sufrimiento motivado por el amor con el sufrimiento no elegido
que brota de la nitud.
La imposible contemporaneidad con el Siervo Sufriente
En la experiencia religiosa, “conocer es ser”. El sentido último del conocimien-
to (por fe) del amor divino es llegar a ser uno con lo conocido. A eso se ree-
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re la expresión kierkegaardiana “contemporaneidad con Cristo”. Llegar a ser
contemporáneo de Cristo es un proyecto que se concreta en habitar el mun-
do teniendo como principio de la acción el mandamiento nuevo que Jesús da
a los discípulos: “Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los
unos a los otros” (Nueva Biblia de Jerusalén, 1998, Jn 13, 34).
La revelación máxima del amor divino tuvo lugar en la cruz, donde Cris-
to padeció como pecador, a causa del hombre y para salvación de este. Por ha-
ber cargado con el pecado del mundo, Jesucristo fue perseguido, despreciado y
Crucicado. De ese modo, reveló que el amor es la esencia del Padre.
La violencia cometida en nombre de lo sagrado ha sido una constante his-
tórica. La singularidad de Jesucristo no radica en la muerte de cruz, por moti-
vos religiosos y políticos. Con el propósito de salvaguardar la distancia innita
entre el sufrimiento del Crucicado y el del individuo, es necesario recordar
lo siguiente: en la cruz, Cristo sufrió como inocente. Dicha cuestión es subra-
yada en el Evangelio según san Juan, donde Pilato pronuncia estas palabras,
dirigidas a las autoridades del templo: “¡He aquí el hombre! [...] Tomadle voso-
tros, y crucicadle; porque yo no hallo delito en él” (Nueva Biblia de Jerusalén,
1998, Jn 19, 5-6). Por el contrario, en todos los casos, el hombre sufre siempre
como culpable. No hay individuo que, al examinar sus acciones, se descubra
libre de pecado. Tal es el primer límite de la contemporaneidad.
En segundo lugar, y en relación directa con lo antes mencionado, es preci-
so considerar lo siguiente: por cuanto la cruz de Cristo simboliza los pecados
del mundo, nadie que no sea el hombre-Dios puede cargarla, ni pretender que,
padeciendo por amor al Siervo Sufriente, puede aligerar su peso. El sufrimien-
to religioso al que está siempre expuesta la existencia cristiana se ubica a una
distancia innita del sufrimiento del Crucicado. En la cruz, el que no come-
tió pecado sufre como consecuencia de los pecadores, con el n de liberarlos
de la esclavitud en la que el pecado los deja inmersos. El individuo, que sin ex-
cepción es pecador, cuando sufre, lo hace a causa de sus propias injusticias. El
peso que lo oprime no es consecuencia de las transgresiones del mundo, sino
de sus elecciones personales; de su mundanidad.
El tercer límite de la contemporaneidad con el Siervo Sufriente al que
apuntan las reexiones kierkegaardianas se reere a que nadie puede pade-
cer el abandono de la cruz. En dicho señalamiento radica, desde mi punto
de vista, la mayor aportación del lósofo danés a la teología de la cruz y, en
términos generales, a la cristología. Siguiendo a Lutero, Kierkegaard anticipa
una verdad que más tarde será dilucidada magistralmente por Jürgen Molt-
mann en El Dios crucicado, a saber, que el sufrimiento del Crucicado es úni-
co, puesto que solo quien estaba esencialmente unido al Padre podría haber
padecido “atravesado del dolor más intenso: el de sentir el abandono de Dios”
La imposibilidad del cristianismo / Lucero González Suárez
180
(Kierkegaard, 2009, p. 142). En la cruz, el sufrimiento de Cristo fue sobrehu-
mano, lo cual fue consecuencia directa de haber cargado con el pecado del
mundo para redimir a la humanidad. Por su parte, el sufrimiento religioso es
siempre consecuencia del rechazo voluntario de la presencia divina, que en-
gendra el pecado. Mas el pecado es siempre un mal culpable.
En cuarto lugar, es imposible ser contemporáneo de Cristo porque, en su
relación con Dios, ningún ser humano podría soportar que Dios no sea amor.
Solo Cristo lo soportó en la cruz cuando, a causa de la conciencia de pecado,
no pudo experimentar la presencia amorosa del Padre.
En todo momento, en su condición de logos encarnado, Jesucristo man-
tiene su identidad esencial con Dios, testimoniada en la Nueva Biblia de Je-
rusalén (1998, Jn 1, 1). No obstante, porque en la cruz llevaba sobre sí el peso
innito del pecado del mundo, no podía gozar de la intimidad con Dios. Ese
fue su mayor sufrimiento: la imposibilidad de sentir la cercanía de aquel al
que estaba esencialmente unido. Por este motivo, cuando el cumplimiento de
su misión está por consumarse, no se dirige al Padre en oración.
No hay quien pueda comprender el sufrimiento del Crucicado provoca-
do por la distancia del Padre. Al respecto, la revelación calla. No obstante, no
puede ponerse en duda que el sufrimiento del Dios-hombre, provocado por el
desamparo del Padre, no tiene equivalente en la experiencia del individuo or-
dinario. Solo el que era Dios podía padecer innitamente, por amor al hom-
bre, la ausencia de Dios.
El quinto límite de la contemporaneidad se relaciona estrechamente con
el anterior. En todos los casos, cuando el pecador sufre puede consolarse pen-
sando que siempre hay una tarea pendiente cuya realización podrá hacerlo
progresar en la unión con Dios. Reparar sobre la incompletud e imperfección
de sus obras es para el pecador motivo de esperanza. Como sostiene Kierke-
gaard (2018), aun si no cabe identicar nada más por hacer, la tarea que el in-
dividuo puede llevar a término es el arrepentimiento sincero.
En la cruz, Jesucristo está solo, sin consuelo alguno porque no hay tarea
qué realizar. Para él, que por amor al hombre y en obediencia al Padre se ha
entregado hasta el límite, no hay ya nada qué hacer. Todo está cumplido. Pero
cuando no hay nada que hacer, cuando ni siquiera el sufrimiento mismo es la
tarea, entonces hay desesperanza” (Kierkegaard, 2018, p. 293).
Los límites de la contemporaneidad antes señalados exhiben la imposibili-
dad de ser cristiano. El objetivo del seguimiento no es, por tanto, ser cristiano;
simplemente es llegar a ser cristiano. El cristianismo no es un estado de vi-
da que, una vez conquistado, conduzca al individuo al goce permanente de la
unión con lo divino, sino un devenir siempre amenazado por la imperfección
e impotencia del hombre, que jamás se realiza del todo.
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El cristianismo es un modo de existencia que persigue una sola meta, a sa-
ber, la contemporaneidad con el Crucicado. La dicultad del cristianismo es-
triba en que, el n absoluto que lo dene, “en función de lo cual se dirimen los
instantes existenciales decisivos, nunca es alcanzado por la existencia” (Ga-
rrido-Maturano, 2020, p. 99).
La cuestión es: si solo se llega a ser sí mismo en la relación con Dios, ¿qué
cabe hacer? El individuo que ha elegido existir frente a Dios ha de conformar-
se por hacer de su vida un arduo camino de perfección, aun sabiendo que ja-
más llegará a la cima. Esto implica entender que el sentido de la existencia
consiste en el esfuerzo por habitar el mundo permaneciendo en Cristo, gra-
cias a la fe.
Para no desistir del seguimiento del Crucicado, el cristiano necesita dar-
se cuenta de que, en la temporalidad, la verdad subjetiva de la fe se despliega
como un proceso. En cada una de las fases de dicho proceso, el individuo atra-
viesa por una transformación, que involucra la totalidad de su ser. La relación
con el Crucicado determina el modo en que el caballero de la fe conoce e in-
teractúa con el mundo, con el prójimo y consigo mismo. Cristo se convierte en
principio, guía y razón de ser de la existencia, cuando el individuo “se apropia
decisivamente (cuando deciden su existir) de las relaciones de ser que man-
tiene con todo aquello en relación con lo cual es” (Garrido-Maturano, 2019, p.
93). Huelga decir que “aquello” no es otra cosa que la innitud del amor divino.
Conclusiones
El cristianismo no se reduce a la recepción del bautismo, la adhesión a la Igle-
sia, la aceptación del símbolo de la fe ni la participación en celebraciones
rituales de diversa índole. El cristianismo es mucho más que un modo de in-
clusión en la vida pública: es un ethos, cuyo rasgo distintivo es el seguimien-
to del Crucicado.
No basta haber nacido en el seno de la cristiandad para ser cristiano; es
necesario asumir como propio el proyecto del seguimiento, cuya meta es la
contemporaneidad con Cristo, esto es, la reduplicación, en la propia vida, del
modo de ser-en-el-mundo que caracterizó al Dios-hombre. Se trata del ejerci-
cio del amor perfecto que conduce a la entrega de la propia existencia para la
salvación tanto de los que viven en el mundo como de los que son del mundo,
por elección propia.
Puede parecer que el ejercicio del amor perfecto es una exigencia dema-
siado radical. Pero, si no es en la participación del amor perfecto de Dios, ¿en
qué radica la identidad del cristiano? No en amar a Cristo, sino en amar como
Cristo amó al hombre, en la cruz: hasta dar la vida para otorgarle la oportuni-
dad de gozar de la vida eterna.
La imposibilidad del cristianismo / Lucero González Suárez
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Para mantener su identidad, la Iglesia peregrina debe recordar que la sal-
vación es don y, a la vez, exigencia. Con frecuencia, se olvida que “en el co-
mienzo es la donación perfecta que viene de lo alto” (De Gramont, 2014, p. 95).
El nombre bíblico de la donación es amor. Porque, en esencia, Dios es amor,
acontece como entrega permanente de sí mismo al hombre. El problema es
que, cegado por el egoísmo, en el mejor de los casos, el individuo solo repara
en el don y pierde de vista la donación.
Acoger el don de la salvación y la presencia de Cristo como donación sig-
nica responder al llamado a amar en perfección. Dicha tarea implica una
exigencia innita. El cristianismo, como modo de existencia, constituye una
expresión permanente del amor sacricial, cuyo paradigma es el Siervo Su-
friente, que “tiene su fuerza motriz en una llamada acaecida en el interior de
su espíritu, en una llamada que entiende que no puede rehusar y, a la cual,
debe corresponder con delidad, entrega total y espíritu de abnegación” (To-
rralba, 2019, p. 70).
Tras considerar los límites de la contemporaneidad con el Crucicado,
Kierkegaard concluye la imposibilidad del cristianismo. Al señalar lo anterior,
el propósito de quien se concibió a sí mismo como autor de discursos edican-
tes no era facilitar sino dicultar la fe. ¿Con qué propósito? Para recordarle al
cristiano que solo lo era de nombre en qué consiste seguir al Crucicado; pa-
ra hacerle ver que el cristianismo ha de entenderse desde la perspectiva del
devenir y no como un estado de vida que ya se ha conquistado y que se tie-
ne asegurado.
Adoptar como proyecto de vida llegar a ser cristiano exige rechazar la
equivocada idea de que lo importante no es el camino sino la meta de la exis-
tencia. La enseñanza central de “El evangelio de los sufrimientos” es que ser
cristiano es estar, en todo momento, de camino al encuentro con el Salvador
del mundo, puesto que es en el instante donde se alcanza la relación absolu-
ta con lo absoluto.
Sin importar cuánto se avance en el camino de salvación, no por ello el re-
corrido se facilita. Cada trecho del camino trae consigo sufrimientos que de-
rivan de la relación con el mundo —y los mundanos—. De lo único que puede
estar seguro el cristiano es de que, al desarrollarse la fe, incrementa el sufri-
miento, “porque ésta supone el quebranto de la inmediatez, es decir la muer-
te de nuestras aspiraciones mundanas” (Arenas, 2010, pp. 48-49). Vivir en el
mundo, intentando vencer continuamente la tentación de ser mundano, no
es tarea fácil ni grata.
En el mundo, el Siervo Sufriente anduvo indefenso. Su divinidad no se
mostró en el poder, sino en la innitud del amor. Por ello, dice Kierkegaard
(2018) que él, “quien tuvo todo en su poder, entregó todo el poder y no pudo
hacer nada por sus amados discípulos, sino tan solo pudo ofrecerles las mis-
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mas condiciones de humildad y desprecio” (p. 235). En tal sentido, el cristia-
no haría bien en tener presente que la gloria de Dios nada tiene que ver con la
gloria de los hombres.
Más aun, dejando de lado los inconvenientes derivados de vivir en el mun-
do sin ser mundano, es necesario enfatizar que el sufrimiento auténticamen-
te religioso se origina en la “dicultad de realizar lo eterno en el seno de la
temporalidad” (Larrañeta, 1995, p. 71). Es decir, de estar llegando siempre a
ser cristiano sin poder serlo jamás del todo.
Con todo, como Kierkegaard (2018) sostiene, “la dicultad debe conducir
a algo; debe ser transitable y practicable, no puede ser sobrehumana” (p. 316).
Conado en sus propias fuerzas, el individuo se siente sobrepasado por la exi-
gencia innita que involucra el seguimiento de Cristo. No obstante, por la fe,
está en condiciones de saber que no está solo en su recorrido.
Sea o no capaz de darse cuenta de ello, la presencia invisible del Resucita-
do acompaña al cristiano durante el trayecto. El discípulo recibe, en todo mo-
mento, una ayuda invisible. Pero el auxilio no dispensa al que pretende llegar
a ser cristiano de ejercer su libertad para autodeterminase, por lo cual Kierke-
gaard (2018) advierte que la ayuda solo llega cuando “te entregas por comple-
to, cuando renuncias a tu propia voluntad” (p. 231).
Para cuando el individuo es capaz de descubrir el auxilio divino, ya ha
avanzado un tramo del camino. En tal circunstancia, comprende que las di-
cultades del seguimiento tienen que ser superadas como consecuencia del de-
sarrollo del amor, no como un camino para la autoarmación.
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