La crítica de Emilio Uranga a José Vasconcelos

Emilio Uranga’s Critique of José Vasconcelos

José Manuel Cuéllar Moreno Universidad Nacional Autónoma de México

ORCID: 0000-0003-4464-3000


Resumen

El objetivo principal de este artículo es analizar la larga y ambivalente relación entre dos figuras principales de la filosofía mexicana del siglo xx: José Vascon- celos (1882-1959) y Emilio Uranga (1921-1988). Ambos arrancaron la filosofía del aula y la pusieron a combatir en la arena política. La recepción que hizo Uranga de Vasconcelos atravesó tres fases: euforia, virulento rechazo y final anestesia. El propio Uranga confiesa que, en sus mocedades, leía los libros de Vasconcelos con avidez, pero que esta morbosa hipersensibilidad pronto cedió paso al enco- no y el repudio. Podemos encontrar las primeras trazas de esta actitud hostil en un texto temprano de 1945. Las críticas de Uranga, tanto a las ideas como al estilo de Vasconcelos, abarcaron un periodo que va de 1951 a 1974. Uranga a veces parece reconocer a Vasconcelos, no exactamente como un pensador o como un escritor, pero sí como una fuente de inspiración constante para las autoridades educativas.

Abstract

The article aims to analyze the long and ambivalent relationship between two major Mexican philosophers of the 20th century: José Vasconcelos (1882-1959) and Emilio Uranga (1921-1988). They both took philosophy out of the classroom and into the political arena. Uranga’s reception of Vasconcelos went through three stages: euphoria, angry rejection, and indifference. Uranga himself claims that he used to avidly read Vasconcelos’ books as a teenager, but that this morbid hypersensitivity soon became anger and repulse. We can find the first signs of this hostile attitude in an early text of 1945. Uranga continued to critize Vasconcelos (both his ideas and his style) in articles that go from 1951 to 1974. Uranga sometimes seems to recognize Vasconcelos, not exactly as a thinker or as a writer, but as an “inspiration” for education authorities.

Palabras clave

José Vasconcelos, Emilio Uranga, filosofía mexicana, Revolución mexicana, his- toria de México.

Keywords

José Vasconcelos, Emilio Uranga, Mexican Philosophy, Mexican Revolution, Mexican History.

Fecha de recepción: mayo 2021 Fecha de aceptación: octubre 2021


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La leyenda negra de Vasconcelos y Uranga

José Vasconcelos (1882-1959) y Emilio Uranga (1921-1988) son dos ovejas negras de la filosofía. Pende sobre ambos la acusación de haber arrancado la filosofía de la calidez del gabinete para ponerla a combatir en la arena política. El primero se postuló a la presidencia de la república en 1929, el segundo se desempeñó como asesor de López Mateos, Díaz Ordaz, Echeverría y López Portillo. Ambos renegaron de la academia y de la figura del “profesor doctor”; prefirieron, en su lugar, los tirones y las pasiones caedizas del periodismo. Cultivaron un es- tilo mordaz y abiertamente provocador. Las columnas de periódico fueron su trinchera, pero también su atalaya y su patíbulo. El crimen más atroz de Vas- concelos habría sido dirigir una revista pronazi (la tristemente célebre revista Timón). El de Uranga habría sido redactar “El móndrigo”, un libelo infame que denostaba al movimiento estudiantil de 1968. Hoy sabemos que el deleznable nazismo y el antisemitismo de Vasconcelos tiene como trasfondo un desen- canto absoluto de la democracia partidista liberal, un rechazo al capitalismo financiero yanqui y un entusiasmo por el hispanismo católico. Sabemos, por otro lado, y tras acuciosos análisis de expertos lingüistas, que Emilio Uranga no escribió “El móndrigo” (Martínez, 2020).

Poseían ambos —Vasconcelos y Uranga— ya no solo un pensamiento sino una personalidad impetuosa. Vivieron a contracorriente y a contratiempo. De ahí que sus aseveraciones —sus “maullidos de demonio sarcástico”, para utili- zar una expresión de López Velarde (1990, p. 171)— nos parezcan a veces profe- cías y a veces estocadas. Su cualidad o defecto de no callarse nada ni ante nadie les granjearon enemigos y una reputación de hombres cáusticos.

Las diferencias no son menos notables. Una de las principales característi- cas de José Vasconcelos fue su voluntad de síntesis. Esta voluntad lo llevó a re- coger su pensamiento en un Tratado de Metafísica (1929), una Ética (1932) y una Estética (1935). Vasconcelos dejó por escrito un sistema filosófico. Advertimos en Emilio Uranga (1952) una voluntad diametralmente opuesta de dispersión. Su libro Análisis del ser del mexicano contiene las tesis medulares de su “ontolo- gía del accidente”, pero el propio Uranga no consideraba este libro la montura y

la formulación definitivas de su pensamiento. La filosofía nunca pudo adquirir para Emilio Uranga la forma de un tratado que se redacta a solas y encorvado sobre un escritorio. Su género filosófico por excelencia fue siempre el diálogo: una tertulia de salón, un café en el Sanborns, un artículo de periódico, una carta. Cuando escaseaban los interlocutores sesudos, Uranga no dudaba ni un instante en inventárselos. Así lo hizo en Astucias literarias (1971d).

José Vasconcelos no solo se preocupó por eternizar sus ideas y por conferir- les un andamiaje sólido, sino que se preocupó también por eternizar su vida personal. Sus memorias comprenden cinco tomos y miles de páginas (Ulises criollo, La tormenta, El desastre, El proconsulado, La flama). Uranga no compartía ni por asomo este afán exhibicionista. Entre sus muchos artículos es posible espigar alguna anécdota o alguna confesión que podríamos llamar personal o hasta íntima. No es la norma. Ni siquiera sus amigos más allegados cono- cían bien a bien su historia familiar. Uranga mismo rechazaba con palabras taxativas las novelas de autoficción por considerarlas documentos de consumo privado.

Podríamos seguir enumerando diferencias. Las hay a montones. Las tene- brosidades políticas y las sospechas de venalidad no impidieron a José Vascon- celos ocupar un sitio honorífico como forjador de instituciones y como auto- ridad filosófica máxima (presidía, en el momento de su muerte, la Sociedad Filosófica Mexicana). Uranga no corrió con la misma suerte. Su expulsión de los círculos filosóficos a mediados de los 60 fue tajante. Falleció en 1988, sumido en el descrédito, y ha sido hasta fechas recientes un personaje prácticamente ignorado por la comunidad filosófica.

El objetivo principal de este artículo es analizar la recepción que hizo Uran- ga del pensamiento (o “las ocurrencias”) de Vasconcelos a lo largo de tres dé- cadas, de 1945 a 1974. El propio Uranga confiesa que, en sus mocedades, leía a Vasconcelos con avidez y admiración, pero que esta “morbosa hipersensibili- dad” pronto cedió paso al encono y al repudio. Uranga no deja de reconocer el importante papel de Vasconcelos como educador, una fuente de “inspiración constante”. Adoptaremos el presupuesto historicista según el cual una idea solo cobra pleno sentido y pleno significado cuando se la inscribe en su contex- to de enunciación.


José Vasconcelos: ni muy lógico ni muy orgánico

Emilio Uranga deglutió con voracidad el Ulises criollo y otros libros de Vascon- celos hacia 1938-1941. Cursaba entonces la preparatoria y planeaba con varios amigos la fundación de un segundo Ateneo de la Juventud. Cada semana se reunían en un café del centro o en un salón de la Escuela Nacional Preparatoria

a discutir con términos ardorosos los pasajes de Vasconcelos. Uranga ya había leído a Ganivet, Unamuno y Ortega. Estaba convencido de que la regeneración cultural de México no sería posible sin una reconciliación con su estirpe his- pana. Los libros de Vasconcelos (sobre todo los libros de los años 30) parecían servir a este propósito. Pero no es solo aquí, en la hispanofilia del joven Uranga, donde debemos buscar las afinidades. Uranga se habrá sentido felizmente ob- nubilado por el estilo y la enjundia de la prosa vasconceliana. Y es posible que haya comulgado, brevemente, con su “metafísica de la música”. En una clase de física, Uranga atestiguó con sorpresa el experimento de la campana neumá- tica. “Se colocaba a un desdichado gorrión que por lo pronto no perdía nada de su animal vivacidad al sentirse amparado por el capelo, sino que más bien la reforzaba por efecto de la angustia, aunque pronto sus aleteos se hacían más torpes y lentos, hasta que por la falta del aire que la bomba extraía, indiferente y precisa, moría asfixiado” (Uranga, 1959, p. 12). En la segunda fase del experi- mento, se sustituía al gorrión por una cajita de música.


La melodía, un minueto de Haydn, nos comunicaba su gracia precisa y marcial, pero conforme avanzaba en su trabajo la máquina, la música ensordecía, se hacía lejana, hasta que dejaba de oírse, aunque las ruedecillas de la caja seguían girando bajo el efecto de la cuerda, y pese a que nos daban a pensar que de no faltar el aire la música habría llegado a su final con toda felicidad. Lo cual, por otra parte, se probaba tan elegantemente como un teorema de geometría permitiendo que el aire entrara de nuevo en la ampolla, que hacía sonar a la música, aunque era incapaz de revivir al pájaro; lo cual me convenció, con grave quebranto de mi fe, de la irremediable mor- talidad de la vida y de la resurrección perdurable de la música (Uranga, 1959, p. 12).

Uranga sufriría un segundo quebranto de fe pocas semanas más tarde, cuando se diera cuenta de que la música es al fin y al cabo una “criatura me- nesterosa” que “pende casi ridículamente de la existencia del aire, evento pro- vincianísimo en la vastedad del universo” (Uranga, 1959, p. 12). Concluyó que la música no podía horadar la realidad y servir de expresión privilegiada al fondo de los entes. “La música se agota para mí en el placer de oír música. ¿Qué resto puede quedar?” (Uranga, 1959, p. 12).

Con el correr de los meses, la potestad del Ulises criollo fue menguando para los jóvenes del Segundo Ateneo. Vasconcelos dejó de ser tema de debate —y un asidero de salvación— para convertirse en un personaje más del panorama literario.

En 1945, siendo ya estudiante de filosofía, Emilio Uranga reseñó un libro de Vasconcelos que acababa de salir de la imprenta: la Lógica orgánica. Vasconcelos repetía allí el sonsonete (nunca mejor dicho) del a priori estético y de una “me-

tafísica que con todo derecho podría llamarse musical” (Uranga, 1945, p. 219). El tono aséptico con que empieza la reseña poco a poco cede su sitio a un tono de abierto desdén: “El estilo [de Vasconcelos] —sentencia Uranga— se resiente a veces del acarreo nada orgánico de materiales de construcción y de la debi- lidad manifiesta a menudo de no pensar a fondo los temas que le componen, espumándolos de pasada para incardinarlos, lo más pronto posible, en la diná- mica del sistema. Es como todo libro de Vasconcelos, hechura de su pasión sin límites, arbitraria pocas veces, pero siempre interesante” (Uranga, 1945, p. 219). Los estudiantes de Mascarones (la vieja Facultad de Filosofía) se hallaban bajo el embeleso de los exiliados españoles (Joaquín Xirau, Juan David García Bacca, José Gaos) y volcados al estudio de Husserl y Heidegger. La pomposa

elocuencia de un Antonio Caso o un José Vasconcelos hacía enarcar las cejas.


José Vasconcelos: más sudamericano que mexicano

El 8 de septiembre de 1948, José Vasconcelos inauguró en el aula José Martí un ciclo de conferencias sobre los libros y las tesis más importantes acerca del mexicano. Vasconcelos habló en esa ocasión sobre La raza cósmica, su bestseller de 1925. Emilio Uranga se contaba entre los asistentes. Tres años habían bas- tado para catapultarlo de reseñista a líder del grupo Hiperión y de una nueva corriente que cimbraba los viejos muros de la Casa de los Mascarones. Los hi- periones libraban una feroz batalla en contra de la ortodoxia heideggeriana del doctor Gaos a la vez que introducían las primicias del existencialismo francés (Jean-Paul Sartre, Maurice Merleau-Ponty) y se proclamaban los herederos de la autognosis o filosofía de lo mexicano. ¿Qué lugar podía ocupar Vasconcelos en esta empresa? ¿El lugar de un antecedente? ¿Había que engastarlo en una tradición que comprendiese a Caso, Ramos, Zea? Uranga se mostraba renuente. “Vasconcelos es sudamericano más que mexicano. Su naturalismo en que raza y paisaje se conjugan no encaja en las tendencias dominantes de la filosofía mexicana del medio siglo” (Uranga, 1951, p. 22).

La conferencia de Vasconcelos no tuvo muy buena recepción. El público lo bombardeó de preguntas incómodas. Samuel Ramos, viejo colaborador del Ulises criollo, fue de los más punzantes: “¿Cómo entender el concepto de ‘raza’?

¿En un sentido biológico o en otro más amplio? ¿No debería corresponder al mestizaje biológico preconizado por La raza cósmica un mestizaje también cul- tural? ¿Pero es éste posible? ¿No borraría acaso, un pretendido mestizaje de culturas, toda individualidad en los pueblos?” (Villoro, 1948, p. 2). Emilio Uran- ga ponía los mismos reparos. El asunto de la raza y del mestizaje parecían ca- llejones sin salida, o peor aún, asuntos que arrojaban al filósofo fuera de su área y hacia los dominios de la biología y la antropología. La entonces reciente (y

fallida) Asamblea de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (unesco) (noviembre de 1947) había demostrado que una “conjunción armoniosa de los pueblos” (Guerra, 1948, p. 2) era un sueño impracticable. “Para muchas personas, la tesis de Vasconcelos es pura imagi- nación y arbitrariedad, un sinsentido” (Guerra, 1948, p. 2).

Vasconcelos —un Vasconcelos canoso y reducido a director de biblioteca, sin injerencia real en la vida política del país, sospechoso de nazismo y fervo- roso creyente— no alcanzó a defender con la vehemencia de antaño su tesis de una raza cósmica. Solo alcanzó a decir que sus ideas había que colocarlas en “el reino de la espontaneidad y del milagro, en donde escribe la Providencia sus surcos eternos” (Guerra, 1948, p. 2).

Emilio Uranga lo expulsó, definitivamente, de su canon:


Siempre descentrado hacia el sur o hacia el norte, Vasconcelos ha interpretado su vida como si México lo hubiera excluido, y no merecido, pero en la realidad de las cosas ha sucedido a la inversa. Nuestro Ulises se ha centrifugado de México y es por ello por lo que en nuestra generación tiene escasa influencia […] Más que de raza y paisaje, nuestros problemas son morales (Uranga, 1951, p. 2).

Vasconcelos no extendió acuse de recibo ni hizo amagos de defenderse. Se les ve juntos en un par de fotos grupales tomadas durante un Congreso de Filosofía en La Habana, Cuba, 1953. Uranga, dicho sea de paso, fungió como tesorero de la Sociedad Mexicana de Filosofía que presidió Vasconcelos hasta el día de su muerte (30 de junio de 1959).


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Fig. 1 Un grupo de congresistas reunidos antes de comenzar la primera sesión de las Conversaciones Filosóficas Interamericanas en La Habana, Cuba, 27 de enero de 1953. En la primera fila, al centro, se observa a José Vasconcelos; detrás y a su izquierda, en la segunda fila, se encuentra Emilio Uranga. Fuente: Sociedad Cubana de Filosofía, 1955, p. 7.

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Fig. 2 Público asistente a las Conversaciones Filosóficas Interamericanas en La Ha- bana, Cuba, 1953. José Vasconcelos, en la segunda fila, recarga ambas manos en su bastón. Emilio Uranga sonríe a la cámara desde la tercera fila (segundo de derecha a izquierda). Fuente: Sociedad Cubana de Filosofía, 1955, p. 20.


José Vasconcelos: mente tortuosa y traumatizada

Emilio Uranga volvió a arremeter en contra de Vasconcelos una década más tarde, en un indignado artículo del 16 de noviembre de 1960. Muy atrás que- daban los días festivos de Mascarones y el frenesí de la “filosofía de lo mexi- cano”. Muy atrás quedaban Husserl, Heidegger, Sartre, Merleau-Ponty. En la pedregosa Ciudad Universitaria se estudiaba con morosa delectación a Russell y Wittgenstein. Uranga aún daba clases de Axiología y Filosofía Alemana Con- temporánea, pero dedicaba la mayor parte de sus fatigas a su doble trabajo como periodista político y como asesor de López Mateos.

Para noviembre de 1960, la discusión sobre el significado y el futuro de la Revolución mexicana estaba por alcanzar el clímax. Una nueva “izquierda deli- rante” depositaba sus simpatías en la Revolución cubana y extendía a nuestra revolución un certificado de muerte. La ofensiva ferrocarrilera y magisterial de 1958 a 1959 se había por fin aplacado, pero a un elevado precio. El gobierno se había ganado una fama de represor y sanguinario. Nadie estaba de humor para celebrar los 50 años de la Revolución mexicana. Fue en esta atmósfera de pola- rización y de general desencanto que Emilio Uranga volvió a leer los renglones de José Vasconcelos. Le interesaba no el Vasconcelos filósofo o el Vasconcelos au- tor de su propia hagiografía, sino el Vasconcelos historiador. Uranga andaba en busca de nuestras raíces históricas y de nuestras inercias vernáculas frente al desarraigo y al desvío marxista-leninista de la nueva izquierda. Lo que encontró (o reencontró) en Vasconcelos lo llenó de espanto: “[Vasconcelos] es el artista de la frase final frustrada. Empieza bien pero no sabe rematar y como el loco

de Cervantes puede hablar su buen trecho con sabia cordura, pero cuando se allega al remate se precipita en el extravío y en la locura” (Uranga, 1960, p. 2). Emilio Uranga no escatima adjetivos. La historia que nos ofrece Vasconcelos es siempre un “bestiario rudimentario de judíos, masones, comunistas y protes- tantes” (Uranga, 1960, p. 2). En un autor cándido esta reducción podría resultar disculpable y hasta entretenida, “como si nos hablara de cuentos de indios, de detectives o de brujas” (Uranga, 1960, p. 2), pero no había ni un ápice de can- didez en Vasconcelos. Él escribía con saña. “Sus juicios se parecen monstruos patizambos, desfiguros, descortesías, necedades” (Uranga, 1960, p. 2). Equipa- rar, por ejemplo, el sovietismo con el poinsetismo (“el sovietismo que hoy es la cortina de humo que esconde las maquinaciones perennes y siempre vencedo- ras de los poinsetistas” (citado por Uranga, 1960, p. 2) resultaba por fuerza en algo “artificial, pedante, estrafalario […]. Con estos malabares Vasconcelos se manifestaba en la desnudez de su mente tortuosa, traumatizada, arbitraria, con toda la violencia de su mal gusto” (Uranga, 1960, p. 2).

El fallecimiento de Vasconcelos (hacía poco más de un año) no fue motivo suficiente para que Emilio Uranga se tentara el corazón o pusiera cotos a su incle- mencia. Por cuarta vez en su vida, Uranga cerró de golpe los libros de Vasconcelos.

Al final, Uranga encontraría el sentido originario y el sentido humanista de la Revolución mexicana lejos del Ulises criollo y en la tríada Caso-Madero- López Velarde.


José Vasconcelos: un animal primitivo y monstruoso

En ese mismo noviembre de 1960, el presidente Adolfo López Mateos escribió el prólogo a México: 50 años de Revolución. Se trataba de un ambicioso proyecto editorial que terminó abarcando cuatro tomos y que pretendía celebrar los principales logros alcanzados por la Revolución mexicana en los ámbitos de la economía, la vida social, la política y la cultura. “Es indispensable —agregaba el presidente— que los hombres jóvenes de hoy, llamados a forjar el porvenir de la gran Nación mexicana, se percaten de lo que el país debe a la Revolución” (López Mateos, 1960, p. XII).

Es muy probable que Humberto Romero, el secretario particular del presi- dente, haya comisionado a Emilio Uranga la escritura del capítulo LXVI, consa- grado al pensamiento filosófico. Estamos ante uno de los momentos cúspides en la trayectoria de Uranga: el momento en que se le ungió como el artífice oficial del canon filosófico. Uranga refrenda allí su concepción de la Revolución mexicana como una gesta humanista y su concepción de la filosofía mexicana como una aventura de autodescubrimiento y toma de conciencia. El itinerario arranca con Ramón López Velarde y Antonio Caso, “restauradores del ideal, de

los valores y de la libertad del espíritu” (Uranga, 1962, p. 545); prosigue con José Vasconcelos, Samuel Ramos, Leopoldo Zea y el Grupo Hiperión. A las escuelas neokantianas y neotomistas ni siquiera las menciona.

A estas alturas, no es de extrañar que el juicio de Uranga sobre Vasconcelos haya sido poco favorable. Reconoce en el viejo ateneísta el mismo anhelo de libertad que en Antonio Caso. También Vasconcelos experimentó en carne pro- pia esa “sensación de incómodo confinamiento producida por el positivismo” (Uranga, 1962, p. 548). Solo que, en Vasconcelos, la misma “ansiedad por un espacio más amplio” (Uranga, 1962, p. 548) se tradujo en vastedad geográfica. “La ruptura con el positivismo significa para Vasconcelos […] la reconquista de una totalidad geográfica y a la vez metafísica a la cual está coordinada una raza iberoamericana como condición de su realización plenaria” (Uranga, 1962,

p. 548). Vasconcelos se convirtió en un pensador viajero por motivos políticos, pero también por motivos filosóficos.

En una filosofía como la que propugnaba Vasconcelos nada es más lógico, más dentro del sistema, que esta exigencia de un derecho natural de viajar. Estamos ya muy lejos de la concepción del mundo de don Antonio Caso [quien apenas viajó fuera del país] […]. Vasconcelos —prosigue Uranga— descubre a Iberoamé- rica como paisaje y saca el espíritu de este paisaje (Uranga, 1962, p. 549).

Un paisaje, dicho sea de paso, predominantemente tropical. Uranga repite sin modificar una letra su condena de diez años atrás: “Vasconcelos es más suramericano que mexicano” (Uranga, 1962, p. 550). Y concluye:


La enseñanza medular que deja Vasconcelos es el amor a lo amplio, a lo grande, a las relaciones amistosas con los hombres de los países llamados hermanos; a la comuni- dad de espíritu con la gente de la propia raza. […] Es, digamos, una advertencia sobre el peligro que se corre de quedarse aislado, mutilado, confinado. Pero, por otro lado, en Vasconcelos hay amargura, rectificación, ruptura reaccionaria en la línea de una vida y esto lo inhabilita para pasar a la posteridad como maestro sin tacha, sin condicio- nes. Nuestra filosofía no puede asimilar las enseñanzas filosóficas de Vasconcelos sin dejar muchos residuos inasimilables. Hay en su vida mucho de desgaste; semeja una máquina poderosa o un animal primitivo y monstruoso que consume combustible en grandes cantidades, con inauditas pérdidas, y que muy a menudo da la impresión de consumirlas sin avanzar una pulgada (Uranga, 1962, p. 551).


Los borradores de este texto datan de 1958. Casi podría decirse que una de las primeras tareas que se propuso Uranga a su regreso a México (luego de ha- ber permanecido varios años en Europa, de 1954 a 1957) fue la de llevar a cabo un balance de la filosofía. Cuando la Oficina de Presidencia le encargó el capí- tulo, Uranga no tuvo más que abrir el cajón y sacar un fajo de cuartillas que

llevaba por título original “Los caminos de la filosofía”. Se adivina en ese primer título la inquietud profesional y vital que atenazaba a Uranga. Aniquilada de súbito y para siempre la “filosofía de lo mexicano”, “¿quién se atreverá a pre- decir el día en que [el filósofo] saldrá nuevamente a la calle con una doctrina que comunicar a toda la gente? Y, sobre todo, ¿cuál podría ser esa doctrina?” (Uranga, 1962, p. 555).


José Vasconcelos: el educador

Emilio Uranga se había ocupado sobre todo del Vasconcelos filósofo y literato, pero apenas había tomado en cuenta al Vasconcelos educador. Esta aparente negligencia quedó solventada en una serie de artículos de 1971. La reforma edu- cativa que promovía el entonces titular de la Secretaría de Educación Pública (sep), Víctor Bravo Ahuja, le brindaba la ocasión perfecta.

La idea de una reforma educativa había surgido durante el régimen de Díaz Ordaz como una manera de entrar en comunicación con el sector estudiantil inconforme y apaciguar los ánimos.

Esta fue su motivación ocasional. Fuera de contexto —replicaba Uranga— es natural que se hayan ido desdibujando sus contornos precisos y acotados, hasta convertirse por obra de la incuria en una inmensa masa de sugerencias brotadas de aquí y de allá sin trabazón interior, sin estructura, y que, al fin de cuentas, no haya asumido más forma dos años después, sino la de una deplorable lista (Uranga, 1971a, p. 8).

Uranga aludía a una lista de treinta y cinco puntos que Bravo Ahuja había entregado a los reporteros capitalinos el 20 de enero de 1971 a espaldas del licenciado Luis Echeverría. Una reforma integral y dinámica, sustentada por una doctrina y con la capacidad de interpelar a cualquier persona, no podía salir dando tumbos de un despacho. “Al pueblo hay que hacerle preguntas, pro- ponerle soluciones que el pueblo, de antemano, se ha estado haciendo, y no en forma verbal sino vital, como penuria, prejuicios, frustraciones y desajustes de toda índole” (Uranga, 1971a, p. 8).

El documento de Bravo Ahuja no pasaba de ser, en opinión de Uranga, “pi- rotecnia técnica en diminutivo, deposiciones pequeñitas” (Uranga, 1971a, p. 9). “Macizos los discursos de Barreda, de Justo Sierra, de Vasconcelos, de Torres Bodet” (Uranga, 1971a, p. 9).

Un Secretario como el actual no es un ideólogo, un doctrinario, sino un técnico. De José Vasconcelos a Torres Bodet hay continuidad, con saltos intermedios, de pasión educativa. ¿Se nos habrá olvidado que la Revolución tiene que demostrarse como una Educación? (Uranga, 1971a, p. 9).

Uranga extraía del desván la enmohecida figura de Vasconcelos para hacer un juego de contraste y presentarnos a Bravo Ahuja como un funcionario des- vigorizado, corto de miras y ayuno de ideas. Vemos por primera vez a Emilio Uranga hacer causa común con José Vasconcelos. El fundador de la sep supo discernir el vínculo esencial entre revolución y educación. Cincuenta años después, y con el fardo del 68 a cuestas, el ingeniero Bravo Ahuja ofrecía, en cambio, “treinta y cinco puntos deshilvanados que no cierran ninguna herida” (Uranga, 1971a, p. 9).

En el tercero y último artículo de su serie (13 de febrero de 1971), Uranga des- empolvó sus viejos apuntes sobre Ética de Vasconcelos para regalar al lector una colección de citas. La voz rediviva de Vasconcelos le sirve a Uranga para concluir que una reforma educativa profunda y de largo aliento tiene que ver con la crea- ción de un “nuevo tipo de valor humano” y con una “empresa de comunicación efectivamente revolucionaria” (Uranga, 1971c, p. 13). “La reforma educativa nos debe hacer volver sobre los fueros de aquella pista perdida de América como utopía sajona o latina” (Uranga, 1971c, p. 13).

La cólera de Uranga se dirigía no tanto a una reforma educativa desconec- tada del suelo nutricio de México, como a toda una república que había per- dido su elocuencia y su persuasión. Uranga había sido desde sus mocedades un hacedor de discursos, entendidos estos “discursos” no como un amontona- miento de frases hueras, sino como una delicada urdimbre de conceptos cuya finalidad última era la de aprehender y hacer inteligible y habitable la reali- dad mexicana. Él mismo había contribuido a restaurar el manido discurso del nacionalismo revolucionario entre 1960 y 1961 frente a las embestidas de un aparato teórico foráneo como lo era el marxista. Es natural que para 1971 se sintiera agraviado por la ausencia de un ensamblaje sólido de ideas. Lo que me- nos requería la juventud en esos instantes era la “confusión de pensamiento” (Uranga, 1971b, p. 9).

La crisis del gobierno —crisis de legitimidad, pero también, y, sobre todo, crisis de elocuencia y persuasión— coincidía con la crisis profesional de Uranga. Sus atrabiliarias y punzantes columnas de los 60 habían terminado por pasarle factura. Un halo de infamia y de vileza lo acompañaba a donde fuese a pesar de que expresó: “Con toda honradez declaro que primero está mi patria y luego, pero muy después, azorar a funcionarios timoratos, o lo que sería peor, ser un prestapluma al servicio de otros” (Uranga, 1971b, p. 8). Justa o injustamente, esa larga sombra cosida a sus talones lo inhabilitaba para erigirse en la con- ciencia vigilante de la república. Uranga no volvería a ser ese periodista fogoso que se batía a duelo con Daniel Cosío Villegas durante el régimen de López Mateos o el respetado y temido consejero que descifraba un oscuro pasaje de la Política de Aristóteles para Díaz Ordaz. Prueba fehaciente de esta crisis profe-

sional es el hecho de que, entre 1970 y 1972, Uranga cultivó como nunca antes la crítica literaria (Ricardo Garibay, Jorge Luis Borges, Elena Poniatowska, Rafael Solana, Fernando del Paso, Pablo Neruda, Marcel Proust, etcétera). Una sema- na después de su artículo sobre Vasconcelos (20 de febrero), se publicaron sus Astucias literarias. Da la impresión de que Uranga quería horadarse un camino fuera de la política y probar otras formas de expresión.

Los acontecimientos dieron la razón a Uranga. Treinta y cinco puntos no iban a cerrar una herida sangrante. El 10 de junio (Jueves de Corpus), un grupo paramilitar conocido como los Halcones, armado de varas de bambú y palos de kendo, sofocó brutalmente una manifestación estudiantil. A finales de año, la Dirección General de Publicaciones de la sep comenzó a imprimir los nuevos libros de texto como parte de un proyecto de innovación a la organización de los métodos y materiales de instrucción.

Vasconcelos no fue —ni sería en el futuro próximo— aquella fuente de ins- piración constante que quería Uranga.


La bancarrota del vasconcelismo

Emilio Uranga se despidió definitivamente de Vasconcelos con un artículo de 1975. “Si hoy se escribe, y escribo, acerca de él, esto obedece más a la rutina de un aniversario, o de un recordatorio, que a la vigencia agresiva de sus inconfor- midades con México y los indios, la Revolución mexicana y el general Plutarco Elías Calles. Todo esto, bien mirado, dejará fríos a los jóvenes” (Uranga, 1974,

  1. 4). Vasconcelos había dejado de ser un polemista y un abrevadero de ense- ñanzas para reducirse a objeto de recordación condescendiente. “Sus huellas

    —insiste Uranga con oculto regodeo— se han ido borrando hasta la desapari- ción o extinción” (Uranga, 1974, p. 4). Uranga hablaba por experiencia personal cuando comparaba el destino de Vasconcelos con las etapas de la intoxicación alcohólica: euforia, agresividad y anestesia. La frecuentación ávida, el virulen- to rechazo, la higiénica lejanía.

    Las elucubraciones vasconcelianas habían acabado por ser moneda corrien- te para todo tipo de transacciones ideológicas. Lo mismo se las había usado como truco de refutación al programa gubernamental (piénsese en el latinoa- mericanismo de principios de los 60) que como emblema de la derecha recal- citrante. “En definitiva, que todo el llamado ‘vasconcelismo’ es, visto a la dis- tancia, un monumental ‘gestecillo de aldea’” (Uranga, 1974, p. 4). Uranga arrasa en su artículo con absolutamente todo: con las ocurrencias descabelladas de Vasconcelos, pero también con su “inspiración”, que ahora no le parece loable sino funesta; arrasa, además, con el “vasconcelismo”, un “gestecillo de aldea”, nos dice, recurriendo al insulto que tanto tiempo atrás había dirigido Ortega y

    Gasset a Alfonso Reyes. Difícilmente podríamos imaginar un peor insulto para Vasconcelos y los vasconcelistas. El propio Uranga, a finales de los 40 y hasta 1962, había reconocido en Vasconcelos un “amor a lo amplio, a lo grande”. El Uranga de 1975 creía que ese amor se había extraviado y disuelto en los dimes y diretes de la más vulgar política doméstica.

    ¿Vasconcelos futurista? Uranga sacudía la cabeza de lado a lado. A lo sumo podía rememorarse con nostalgia su libertad de expresión, sus impugnaciones resueltas y hasta altisonantes. Uranga, con su artículo, no hacía más que ejer- cer esta libertad. “Y rindo así homenaje, al fin de cuentas, al filósofo mexicano José Vasconcelos. Pero, por favor, que siga descansando en santa paz” (Uranga, 1974, p. 4). Con esta bendición-anatema, Uranga daba por clausurado uno de los más prolongados litigios de su vida.


    El recuento de un largo litigio

    José Vasconcelos fue lectura obligada durante varias generaciones. Uranga, de adolescente, lo leyó de pie. Sobrevino el cansancio y “la morbosa hipersensibili- dad” (Uranga, 1974, p. 4). La fascinación se transformó en repudio y el repudio, a su vez, en un largo litigio de casi cuatro décadas. Podemos identificar cuando menos seis momentos estelares de esta tormentosa relación:

    1. Uranga reniega del estilo ilógico e inorgánico de Vasconcelos en una rese- ña de 1945.

    2. Uranga se sacude de encima la paternidad espiritual de Vasconcelos y lo echa fuera de la “filosofía de lo mexicano”. Recela de la dimensión geográ- fica y paisajista de su pensamiento.

    3. Uranga refrenda este mismo juicio y esta misma animadversión en su capítulo para el libro México: 50 años de Revolución.

    4. Poco antes (o simultáneamente a la redacción del capítulo), Uranga se es- candaliza ante los libros de historia de José Vasconcelos. Lo acusa de escri- bir con saña y de anteponer su mente traumatizada y tortuosa a la veraci- dad de los hechos.

    5. Uranga ensalza el papel de Vasconcelos como educador, ideólogo y revo- lucionario frente a la tibieza y la desorientación de Víctor Bravo Ahuja, titular de la sep hacia 1971. Criticar las “ocurrencias” de Vasconcelos y elogiarlo como fuente de inspiración constante no era ninguna contradic- ción. Hasta la fecha solemos distinguir entre dos —o incluso tres— Vas- concelos: el ateneísta-educador y el escritor bilioso. El punto de inflexión habría que ubicarlo en la derrota electoral de 1929.

    6. Uranga toma aliento y escribe con explícita renuencia un último artícu- lo sobre Vasconcelos (1974). Su crítica no es en esta ocasión fragmenta-

ria sino radical: critica tanto las “elucubraciones” como la vigencia de la “inspiración” vasconceliana. Critica de paso al vasconcelismo, lo tacha de “gestecillo de aldea”. Vislumbra un futuro sin los “energumenismos” de Vasconcelos.

Emilio Uranga no fue el único que se “intoxicó” de Vasconcelos. Su historia refleja en buena medida una experiencia generacional de deslumbramiento y final ostracismo. Vasconcelos hoy está fuera de los temarios de filosofía. Su- fre la suerte paradójica de esos monumentos mastodónticos que el transeúnte pasa de largo. Algo es seguro: una filosofía de México y para México no podrá hacer caso omiso de sus dos ovejas negras. Más temprano que tarde nos dare- mos de bruces con sus críticas al imperialismo cultural. Estamos ante dos po- los negativos que, a causa de sus muchas diferencias, pero, sobre todo, a causa de sus muchas similitudes, no podían más que repelerse.

La historia de la filosofía mexicana, dicho sea de paso, no puede limitarse a coleccionar semblanzas más o menos inconexas y a ofrecer listas bibliográficas. Es indispensable recrear el doble diálogo de los pensadores con sus circunstan- cias y con sus detractores (los frontales y los adyacentes). Hay innumerables formas y métodos de revisitar la tradición filosófica. Una de ellas es la que se propone aquí: a partir de las polémicas, las fricciones, las incompatibilidades de estilo y de carácter.


Referencias

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